sábado, 15 de marzo de 2014

1. LA GLOBALIZACIÓN 2.0 Y LOS RETOS DE LA BUENA GOBERNANZA 


INTRODUCCIÓN 

«Oriente es Oriente, y Occidente es Occidente» (1) . Sin embargo, hoy en día los destinos de ambos están entrelazados. Todo el mundo conoce los rasgos contrapuestos que distinguen a estos dos grandes ámbitos de civilización: autoridad frente a libertad, la comunidad frente al individuo, los ciclos de las diferentes edades frente al progreso histórico, y la democracia representativa frente al gobierno de un mandarinato meritocrático (en el caso chino). Y, no obstante, también sabemos que China se ha convertido en la fábrica del mundo y en el máximo acreedor de Estados Unidos. En este libro retomamos esta pareja (de la que Rudyard Kipling dijo que «nunca se encontrarán») en el nuevo contexto histórico, donde China y Occidente están más íntimamente ligados que nunca sin haber dejado de ser enormemente distintos. Mientras Occidente deja atrás una dominación que duró siglos y el Imperio del Medio vuelve a pisar firmemente en el terreno de la historia, nosotros nos vemos forzados a contemplar este panorama cambiante desde una óptica tan oriental como occidental. Si el lector nos permite simplificar algunas verdades fundamentales, la mente occidental moderna tiende a ver una contradicción entre opuestos irreconciliables que solo puede resolverse mediante la dominación de uno de ellos sobre el otro. Siguiendo los pasos del filósofo idealista alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel [1] , este fue el enfoque adoptado por Francis Fukuyama [2] cuando sostuvo que después de la Guerra Fría y con el triunfo de la democracia liberal sobre otras formas de gobernanza humana se había llegado al «final de la historia». En la mente geopolítica de Occidente, los territorios e ideologías se ganan o se pierden. Lo que ve la mente oriental, por el contrario, son aspectos complementarios de un todo (yin y yang en lenguaje taoísta) que hay que equilibrar constantemente sobre una base pragmática que depende de condiciones cambiantes. La historia no tiene fin. Los ciclos se suceden a medida que las relaciones entre libertad y autoridad o individuo y comunidad establecen nuevos equilibrios. En la mente «geocultural» de Oriente, lo inconmensurable puede coexistir. Cuando dice en broma que «el Tao es mucho más profundo que Hegel», George Yeo, exministro de Asuntos Exteriores de Singapur y uno de los pensadores prácticos más importantes de Asia, alude así al contraste entre la mente oriental y la occidental. Este libro aborda desde la perspectiva de Yeo los retos comunes para la gobernanza a los que se enfrentan tanto Oriente como Occidente como consecuencia de la complejidad y la diversidad de la interdependencia que nos une. Cuando se sigue el enfoque oriental, pragmático y no ideológico, lo que nos interesa es ver qué podemos aprender unos de otros. No se trata de saber si el gobierno basado en un mandarinato meritocrático arraigado en la ancestral «civilización institucional» china acabará imponiéndose a la democracia de tipo occidental o viceversa. La cuestión que se plantea es la de determinar qué combinación equilibrada de meritocracia y democracia, de autoridad y libertad, de comunidad e individuo, es capaz de crear el cuerpo político más sano y la forma de gobernanza más inteligente para el siglo XXI. Es más, nos preguntamos si existe siquiera la posibilidad del surgimiento de una nueva «vía intermedia».

 ¿SE CORRIGE A SÍ MISMA LA DEMOCRACIA?

La creencia más extendida en Occidente —y no incorrecta— es que a pesar del asombroso logro que supone haber sacado a millones de personas de la miseria en solo tres décadas, el mandarinato moderno de la China nominalmente comunista no se corrige a sí mismo y por tanto no es sostenible . A menos que relaje su control autocrático y permita una mayor libertad de expresión y mecanismos más democráticos de crítica constructiva y control de responsabilidades, la «dinastía roja» acabará sucumbiendo a una decadencia política terminal (corrupción rampante, abusos por parte de las autoridades y estancamiento), igual que todas las dinastías anteriores de la milenaria historia china.

La observación heterodoxa que hemos de hacer en este libro es que, como hemos podido comprobar en el caso de los mercados financieros, la democracia occidental no tiene mayor capacidad de corregirse a sí misma que el sistema chino. A menos que se reforme, y a modo de imagen refleja del desafío al que se enfrenta China, la democracia electoral una-persona -un-voto incrustada en una cultura consumista de la gratificación inmediata también se dirige hacia la ruina terminal. La clave para que la democracia occidental sea sostenible es el establecimiento de instituciones competentes capaces de abarcar tanto la perspectiva a largo plazo como el bien común en materia de gobernanza inspirándose en la experiencia china de gobierno meritocrático. El argumento que presentamos en este libro es que el restablecimiento del equilibrio en ambos sistemas exigirá calibrar de nuevo las coordenadas políticas a través de constituciones mixtas que combinen la democracia informada con la meritocracia responsable. 

GOBERNANZA 


La gobernanza versa sobre la forma en que se han de alinear los hábitos culturales, las instituciones políticas y el sistema económico de una sociedad para darle a su pueblo la buena vida que desea. La buena gobernanza se da cuando estas estructuras se combinan para establecer un equilibrio que genera resultados eficaces y sostenibles en interés común de todos. La mala gobernanza se da cuando las condiciones subyacentes han cambiado tanto que prácticas antes efectivas se vuelven disfuncionales o cuando adviene la decadencia a raíz de la dominación de intereses particulares organizados (o las dos cosas). Entonces el endeudamiento y los déficits se hacen insostenibles, los cárteles proteccionistas minan el vigor de la economía, la corrupción destruye la confianza, la movilidad social se estanca y la desigualdad crece. El consenso establecido pierde legitimidad y comienza el declive. La disfunción y la decadencia describen de forma muy apropiada la gobernanza contemporánea en gran parte del Occidente democrático, inmerso en la crisis desde su lugar de nacimiento ancestral en Grecia hasta llegar a su máxima avanzadilla, California . Después de siglos de ímpetu progresivo alimentado por la confianza interna en su civilización, el endeudamiento, los bloqueos políticos, la vacilación y una legitimidad cada vez más desgastada están paralizando la capacidad de administrar el cambio que tienen la democracia liberal y las economías de libre mercado . A primera vista, se diría que el ímpetu y la confianza se han trasladado a Oriente. Es más, como ya hemos señalado, la democracia liberal occidental está siendo impugnada como el modo óptimo de gobernanza por formas no occidentales de modernidad, en particular por el mandarinato chino y su capitalismo dirigido por el Estado. No obstante, también allí están surgiendo indicios de decadencia y disfunción debido a una corrupción que todo lo envuelve, así como daños colaterales (sociales, medioambientales e incluso espirituales) provocados por el asombroso éxito chino. 

DE LA GLOBALIZACIÓN 1.0 A LA 2.0 


Los retos que suscita el desplazamiento global de poder contemporáneo, combinados con la velocidad del progreso tecnológico, son igual de abrumadores para las potencias ascendentes que para las que están en retroceso. A medida que intentan ajustarse al repetido impacto provocado por la transición en curso desde lo que llamamos globalización 1.0 a la globalización 2.0, todos los sistemas políticos padecen desequilibrios bajo una forma u otra. En las décadas transcurridas desde el final de la Guerra Fría, la globalización 1.0, dirigida por Estados Unidos, ha transformado el mundo tan a fondo que la mayor libertad de circulación del comercio, de los capitales, de la información y de la tecnología suscitada ha dado paso a una nueva fase: la globalización 2.0. Como dice Martin Wolf, analista del Financial Times: «En los últimos siglos, lo que en tiempos fue la periferia europea y después estadounidense se convirtió en el núcleo de la economía mundial. Ahora las economías de la periferia resurgen como núcleo, lo que está transformando el mundo entero…, se trata con diferencia del hecho singular más importante del mundo contemporáneo» [3] . El premio Nobel de Economía Michael Spence confirma la tesis de Wolf. Lo que hoy presenciamos, nos dice, son «dos revoluciones paralelas que interactúan entre sí: la continuación de la Revolución Industrial en los países avanzados , y el patrón de crecimiento súbito y dramático que se extiende por los países en vías de desarrollo. Podríamos denominar a la segunda la Revolución de la Inclusividad. Tras dos siglos de divergencia de alta velocidad, ha terminado imponiéndose un patrón de convergencia» [4] . Esta gran convergencia económica y tecnológica, que es el resultado de la globalización 1.0, ha engendrado al mismo tiempo una nueva divergencia cultural a medida que las potencias emergentes más ricas se vuelven hacia los cimientos de sus propias culturas para redefinirse a sí mismas frente a la hegemonía en retroceso de Occidente. Dado que el poder económico engendra autoafirmación cultural y política, la globalización 2.0 significa por encima de todo la interdependencia de identidades plurales, no un modelo para todos. Las democracias liberales occidentales que preponderaron en otros tiempos han de competir ahora a escala mundial no solo con la China neoconfuciana sino también con la democracia de orientación islámica inspirada en el marco laico de Turquía, que se ha convertido en un modelo atractivo para la calle árabe recién emancipada. En resumen, el mundo está regresando al «pluralismo normal» que caracterizó a la mayor parte de la historia de la humanidad. Históricamente, un desplazamiento de poder de tal magnitud suele desembocar en colisiones y conflictos. Ahora bien, dada la integración intensiva provocada por la globalización posterior a la Guerra Fría, también plantea posibilidades completamente nuevas de colaboración y polinización cruzada a lo largo y ancho de un panorama plural de civilizaciones. Nos encontramos, pues, ante una encrucijada histórica. El modo en que las naciones se gobiernen en el interior y en sus relaciones entre sí en las décadas siguientes determinará cuál de estos caminos seguirá el siglo XXI. El establecimiento de un nuevo equilibrio bajo el sistema operativo de la globalización 2.0 representa un doble desafío. La complejidad de una integración global más a fondo del comercio, las inversiones, la producción y el consumo, por no hablar de la circulación de la información, exige mayores competencias políticas y técnicas a nivel megaurbano-regional, nacional y supranacional a fin de administrar los vínculos sistémicos de interdependencia. Si todo ello se viniera abajo, todo el mundo se verá perjudicado. Al mismo tiempo, la creciente diversidad producida por la difusión global de la riqueza y amplificada por el poder de participación de los medios globales requiere una mayor transferencia de poder a la base social, donde un público impaciente clama de abajo arriba por poder tener algo que decir respecto de las reglas que gobiernan su vida. En todas partes, el despertar político exige la dignidad de la participación significativa. Si no logramos encontrar una respuesta institucional a este doble desafío, eso redundará en una crisis de legitimidad para todos los sistemas de gobierno, ya sea debido a la incapacidad para desempeñar sus funciones ofreciendo crecimiento inclusivo y empleo, o porque el consenso se vea minado por un «déficit democrático» que excluya la diversidad de voces en la esfera pública. Acertar con el equilibrio, por tanto, será lo que marque la diferencia entre sociedades dinámicas y estancadas, y también lo que determine si lo que emerge como modus operandi global será el conflicto o la cooperación. A ese equilibrio podríamos calificarlo como una «gobernanza inteligente» que transfiriera competencias y obtuviera una participación significativa de la ciudadanía en las cuestiones que le competen y fomentara al mismo tiempo la legitimidad y el consenso hacia la autoridad delegada a niveles de mayor complejidad. La transferencia de poder, la participación y la división de la toma de decisiones son los elementos clave de la gobernanza inteligente capaces de reconciliar la democracia informada con la meritocracia responsable. El equilibrio correcto variará en cada caso porque los puntos de partida de cada sistema político son diferentes. Cada sistema tiene que reiniciarse sobre la base de las coordenadas culturales de su sistema operativo actual. Mientras que a China, como sugiere la opinión más extendida, le haría falta mayor participación y un mandarinato más responsable para obtener el equilibrio, a Estados Unidos le haría falta una democracia más despolitizada en la que la gobernanza a largo plazo y el bien común estuvieran fuera del alcance de la cultura política populista y los intereses particulares a corto plazo propios de los sistemas electorales un-hombre-un-voto. En resumen, China debería aflojar y Estados Unidos debería apretar. En Europa, la infraestructura institucional precisa para rematar la integración (una unión fuerte pero políticamente limitada) tiene que ser investida de legitimidad democrática o de lo contrario será incapaz de atraer la lealtad de aquellos ciudadanos europeos privados del derecho de representación y desencantados. En cuanto mecanismo de ajuste del desplazamiento de poder en curso, el G-20, al igual que las instituciones de la Unión Europea, también tendrá que ser investido de legitimidad por los Estados-nación y sus publics (2) . De lo contrario, no dispondrá de la capacidad política para proporcionar los bienes públicos globales (una moneda de reserva, la estabilidad de los flujos comerciales y financieros, seguridad, no proliferación nuclear y medidas para hacer frente al cambio climático) que ningún Estado hegemónico individual o conjunto de Estados internacionales puede proporcionar bajo el orden multipolar de la globalización 2.0. Y, dado que la proximidad confiere legitimidad, en este caso el principal desafío es cómo tejer redes de localidades «subnacionales» para formar una red de gobernanza global en calidad de alternativa del siglo XXI a la desfasada noción de un «Leviatán mundial» distante y opresor. Este libro pretende abordar la cuestión central de la primera mitad del siglo XXI: cómo establecer el equilibrio en el interior de las naciones además de entre sí a nivel regional y global mediante la buena gobernanza. Para hacerlo, habrá que examinar los sistemas enfrentados de lo que denominamos «democracia consumista» estadounidense y «mandarinato moderno» chino como metáfora para identificar las soluciones de compromiso necesarias para obtener el equilibrio adecuado propio de la buena gobernanza. Propondremos, además, una «plantilla constitucional ideal mixta» como híbrido de meritocracia y democracia. Y puesto que no somos unos teóricos de salón, informaremos sobre nuestra experiencia en la puesta en práctica de esta plantilla en circunstancias muy diversas, desde California a Europa y pasando por el G-20.

En última instancia, este libro pretende demostrar que la gobernanza influye en el progreso o la decadencia de las sociedades. Y esto jamás ha sido tan cierto como ahora, durante la transición de la globalización 1.0 a la globalización 2.0. Si las ciudades, los Estados o las naciones no se muestran capaces de navegar las turbulentas aguas del cambio, se estrellarán contra las rocas o se quedarán rezagadas en aguas estancadas. 

BREVE INVENTARIO DE DESEQUILIBRIOS 

En todo el mundo se acusan las ondas expansivas del cambio. En Estados Unidos, la célebre «destrucción» de Joseph Schumpeter [5] parece haberse adelantado tanto a la «creación» que la creciente desigualdad entre quienes van progresando y quienes se quedan atrás está minando la fe tanto en la democracia como en el capitalismo, y enfrentando al «99 contra el 1 por ciento» que se encuentra en la cima de la pirámide de ingresos. Los bloqueos partidistas se han convertido en norma, dividiendo a la democracia contra sí misma y paralizando la capacidad de actuación de los políticos. En todo el espectro político, ya sea en Europa, Japón o Estados Unidos, el endeudamiento y los déficits encadenan la imaginación política al pasado y desguazan los sueños de todo el mundo. En la Eurozona la desunión a la hora de encontrar soluciones a la crisis de la deuda soberana ha puesto en entredicho no solo el proyecto histórico de la integración sino hasta el mismo contrato social europeo. Para restablecer el equilibrio, Europa solo puede retroceder de nuevo hasta el Estado-nación o avanzar hacia la unión política. Japón, que ha optado por hacer caso omiso de su declive en lugar de enfrentarse a él, se desliza en punto muerto hacia una «jubilación trampa» sobre la base de la riqueza acumulada. El país está consumiendo su ahorro interno prácticamente sin pensar en cómo revitalizarse en beneficio de la siguiente generación. En China, los imperativos de una transición de la clase media para abandonar el modelo de crecimiento inversión/ exportación y orientarse hacia el consumo interno, y la gestión al mismo tiempo de los daños colaterales sociales y medioambientales provocados por el desarrollo a ritmo acelerado, están poniendo a prueba el temple de su hasta ahora exitoso mandarinato mercado-leninista. De forma más espectacular, los autócratas árabes han caído como fichas de dominó ante la rabia en la red de su «juventud Facebook» y el resurgimiento del islamismo reprimido. Ni siquiera en Singapur, país al que cabe considerar como el mejor gobernado del planeta, se ha librado el duradero estilo de democracia paternalista a lo Lee Kuan Yew del descontento en alza de los ciudadanos de ese Estado-nodriza, cada vez menos pasivos. A nivel global, la capacidad del G-20 para la gobernanza global se ve permanentemente obstaculizada por vacilaciones soberanas frente a sus intentos de corregir desequilibrios globales. A pesar de que el interés propio bien entendido en reanimar el crecimiento global debería inducir a colaborar de forma más robusta, lo local y lo global siguen enfrentados. En resumidas cuentas, en el emergente orden global posestadounidense todos los sistemas se esfuerzan por restablecer el equilibrio. La clave para averiguar qué clase de instituciones de gobierno están mejor preparadas para salir de la crisis presente reside en comprender cómo surgieron los desequilibrios actuales a partir de una mayor integración global y mayores progresos técnicos. Un análisis exhaustivo de cómo hemos llegado de allí a aquí es algo que no podemos abordar en este libro. Sin embargo, un simple esbozo ayudará a establecer el marco para nuestro debate sobre la gobernanza. La globalización 1.0 «neoliberal» dirigida por Estados Unidos difundió la riqueza globalmente (aunque de forma desigual) siguiendo la estela del fin de la Guerra Fría. Se abrieron mercados. Se invitó a entrar a millones de trabajadores nuevos, que comenzaron a subir por la escalera de los ingresos para salir de la miseria. La difusión de las nuevas tecnologías de la información aumentó la productividad de forma espectacular. Para gran parte de Occidente (no tanto para Alemania y Japón, que conservaron su base industrial e ingeniera), esta doble evolución tuvo el efecto de diezmar a la clase media en el mismo momento en que la escala global de los mercados y la normativa liberalizada facilitaban una concentración de riqueza sin precedentes en manos de algunos, sobre todo el sector financiero estadounidense, que en 2005 representaba el 40 por ciento de todos los beneficios empresariales [6] . Síntomas de los efectos de conjunto que la globalización tuvo sobre el sector industrial, la mano de obra barata china, los conocimientos sobre cadenas de suministro, la tecnología de los microchips y la robótica unieron sus fuerzas para desubicar los empleos sobre los que reposaba la clase media estadounidense. De acuerdo con un influyente estudio realizado por un grupo de economistas en 2012, durante las dos últimas décadas una cuarta parte de las «pérdidas de empleo conjuntas de la industria estadounidense» es atribuible al comercio con China [7] . En 1960, General Motors daba empleo a 595.000 trabajadores. Sin embargo, pese a su vitalidad universal y sus ingresos multimillonarios, los Google y los Twitter de hoy crean pocos empleos. Facebook, por ejemplo, que tiene mil millones de visitas diarias, solo tiene 3.500 empleados. Apple solo emplea a 43.000 personas en Estados Unidos (la mayoría de ellas trabajan como diseñadores) y es Foxconn quien se ocupa de la fabricación real de sus iPhone en China empleando a 1,2 millones de trabajadores [8] . Como ha demostrado Michael Spence [9] , el 90 por ciento de los veintisiete millones de empleos nuevos creados en Estados Unidos en los últimos veinte años se generó en el sector no exportable, y la mayoría de ellos eran empleos escasamente remunerados en el comercio al por menor, la sanidad y los servicios gubernamentales (muchos de estos últimos han desaparecido como consecuencia de recortes presupuestarios debidos al impacto tardío de la recesión sobre los ingresos estatales y de los gobiernos locales). Según todos los estudios, la educación superior fue el factor más importante en la brecha salarial cada vez mayor entre quienes desempeñaban estos empleos de segunda categoría y los que había en las tecnologías de la información, diseño y otros sectores de gran valor añadido. En 2009, según el antiguo economista jefe del FMI Raghuram Rajan [10] , en Estados Unidos el 58 por ciento de los ingresos se encontraba en manos del 1 por ciento de la población. A partir de 1975, informa, los salarios del 10 por ciento de la parte superior de la pirámide han aumentado un 65 por ciento más que los del 10 por ciento de la parte inferior. Pese a que fue exacerbada por las exenciones de impuestos para los ricos aprobadas durante la administración de George W. Bush, la principal causa estructural de ese abismo salarial cada vez mayor ha sido el dinamismo creador-destructor de un mercado de trabajo globalizado que deprime los salarios, así como la productividad de las nuevas tecnologías, que eliminan multitud de empleos. Rajan sostiene además que esta degradación de la clase media estadounidense se vio ocultada por la burbuja inmobiliaria que alimentó la disponibilidad global de liquidez (procedente en gran parte del ahorro chino) que suprimió las tasas de interés a largo plazo, y que fue amparada por las laxas políticas crediticias de la Reserva Federal estadounidense, que mantuvo elevado el precio de la vivienda hasta el estallido de la burbuja en 2009. En efecto, el célebre «no vamos a ser menos que los vecinos» no se basó en que hubieran aumentado los ingresos procedentes de empleos decentemente remunerados, sino en préstamos que el descenso de los ingresos impidió seguir pagando cuando el precio de la vivienda cayó. Del mismo modo que la burbuja inmobiliaria sirvió para apuntalar el mito de la movilidad social ascendente, las bajas tasas de interés, ligadas a través del euro a la prudencia y la productividad alemanas, y la abundancia de liquidez global permitieron a la generalidad de los Estados europeos, y en especial a los del sur del continente, ofrecer un nivel de bienestar social y de servicios públicos cuyo mantenimiento estaba por encima de sus medios. La implosión de la deuda soberana ha dejado ahora ese abismo al desnudo. Para China, la globalización 1.0 significó que cientos de millones de personas salieron de la subsistencia marginal y se vieron atraídas a las megaurbes en las que, por primera vez en la historia, vive ahora el 50 por ciento de la población china, y que esas personas pusieran rumbo hacia el nivel de vida de la clase media. A su vez, eso ha sometido al modelo de desarrollo autoritario a una presión tremenda para satisfacer no solo las aspiraciones de esa clase media ascendente a una mayor apertura y responsabilidad sino también las aspiraciones de mayor igualdad de los pobres migratorios y rurales que se han quedado atrás. La exigencia del imperio de la ley frente a expropiaciones de tierras arbitrarias injustamente indemnizadas por parte de la población rural ha desembocado en la rebelión abierta en toda China: el caso más célebre fue el que tuvo lugar en Wukan en 2011. Las revueltas causadas por la contaminación industrial, como la que se produjo en torno a la misma época en Haimen, provincia de Guandong, también son frecuentes en la China actual. Incluso entre las personas más prósperas, el materialismo febril del glorioso enriquecimiento individual ha llevado a mucha gente a cuestionarse el coste espiritual de tanto empeño en la búsqueda del bienestar material, lo que a su vez ha engendrado un renacimiento confuciano que aspira a establecer nuevos cimientos éticos para la sociedad china. En conjunto , del mismo modo que la división del trabajo a la hora de fabricar un producto como el iPad de Apple se ha repartido entre diseñadores , suministradores y ensambladores a escala global (echando así por tierra hasta la medición de los «equilibrios comerciales»), la globalización 1.0 ha fusionado las viejas nociones del Primer y el Tercer Mundo en una realidad híbrida constituida por países ricos en los que abundan los pobres y países pobres en los que hay muchos ricos. La integración de grandes ciudades-regiones como centros de producción en la división global del trabajo está vaciando el interior rural y creando inmensos centros de población, megaurbes del tamaño de países enteros, sobre todo en los países emergentes. En su esfuerzo por ajustarse a estas dislocaciones, China está trazando un camino hacia la transición de la clase media mientras Estados Unidos se da cuenta de que necesita una restauración de la clase media. Como veremos más detalladamente en el capítulo siguiente, el descontento tanto de la clase media ascendente como de la descendente en todo el planeta ha logrado expresarse amplia y fácilmente gracias al advenimiento de las redes sociales, y también de movilizar esa insatisfacción bajo todo tipo de apariencias, que van del Tea Party a Occupy Wall Street o a los «niños Facebook » de la plaza Tahrir, los indignados españoles y los revoltosos microbloggers weibo en China. La cuestión de cómo ir de aquí al futuro suscita una sucesión de paradojas porque las prácticas e instituciones que hasta ahora habían dado resultado constituyen en este momento los impedimentos mismos que impiden avanzar. Solo podremos salir de esta parálisis general recalibrando las coordenadas de los sistemas políticos para establecer una buena gobernanza.














miércoles, 12 de marzo de 2014

DE LA VIOLENCIA ESTRUCTURAL A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 


1. Introducción 

En nuestro libro Atrapados en la violencia. ¿Hay salida? (Sols, 2008), presentamos ampliamente la postura del pensamiento social cristiano acerca de la violencia y de la paz. En esta quinta y última lección seguiremos de cerca aquel libro en varios momentos, y añadiremos algunas reflexiones importantes acerca de la reconciliación política, que trabajamos en publicaciones posteriores, como son «El pensamiento de Ellacuría en torno a la reconciliación» (Sols, 2011a) y «El pensamiento de Ignacio Ellacuría acerca de procesos históricos de reconciliación política. Análisis de siete conceptos: conflicto, violencia, causa, diálogo, pacificación, paz, reconciliación» (cf. Sols y Pérez, 2011)1. En primer lugar, veremos cómo surge la violencia en la vida humana, y cómo esta es un método inadecuado de resolución de conflictos, porque los resuelve mal y porque es causa de futuros conflictos. En segundo lugar, hablaremos del horizonte de la paz. La paz no es un paréntesis entre dos conflictos violentos, sino que es, debería ser, el modo habitual de vida del ser humano. Por ello nos referimos a una paz justa, a un orden que incorpore la justicia social y económica. Finalmente, hablaremos de la transición de la violencia a la paz, esto es, de la reconciliación política como camino adecuado para construir un sistema justo y pacífico tras un período de violencia bélica o estructural. 1. En algún caso, tomaremos frases literales de estos estudios nuestros, que quedan citados en adelante. 87CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO 2. La violencia, un método inadecuado de resolución de conflictos La violencia tiene un componente biológico contra el que nada podemos hacer. A este componente biológico lo denominamos agresividad (cf. Sols, 2008: 21-23). Bien, algo sí podemos hacer. En primer lugar, la cultura puede domesticar lo biológico, aunque difícilmente controlarlo completamente; prueba de ello es la larguísima historia de violencia que el ser humano lleva a sus espaldas. Y en segundo lugar, es posible que la investigación genética llegue algún día a controlar el posible gen de la violencia; no parece probable, pues es difícil imaginar al hombre sin su componente agresivo, que le proporciona un sinfín de cosas positivas: capacidad de superación, de lucha, de hacer frente a la adversidad. Si se llegara a este punto, tendríamos serios problemas, tanto de orden antropológico como moral, que no podemos esbozar aquí. Cuando decimos que la agresividad es biológica, queremos expresar que el ser humano pertenece de manera natural a las especies denominadas agresivas, que se caracterizan por la capacidad de hacer frente a la adversidad mediante la fuerza, en particular, en tres supuestos: la necesidad de obtener alimento, la defensa del territorio y la protección de los cachorros. La necesidad de obtener alimento. La leona necesita correr, cazar a su presa y matarla para poder comer y para dar de comer a sus cachorros. No puede esperar a que la presa se ofrezca voluntariamente a ser devorada. El ser humano lleva también esta información genética. No puede esperar a que la comida llegue por sí sola a su plato, sino que debe esforzarse para traerla: salir a cazar, cultivar, cuidar del ganado, construir una industria alimentaria. La defensa del territorio. El ser humano forma parte de esas especies cuyos miembros necesitan tener un territorio como propio. Al animal que osa entrar en ese territorio se lo repele por la fuerza. El ser humano ha traducido antropológicamente este rasgo biológico en la idea de propiedad, tal como ya hemos estudiado en nuestra tercera lección. El ser humano necesita apropiarse de cosas para vivir; necesita saber que hay algo que es suyo. No puede consentir que se le arrebate la propiedad. La reacción al intento de robo puede ser agresiva. La protección de los cachorros. El ser humano, como la leona, como la gata, protege a sus cachorros, a los miembros débiles de su manada. Esta defensa puede ser enormemente agresiva. La necesidad de obtener alimento da lugar históricamente a las revoluciones sociales; la defensa del territorio, a las guerras entre naciones; y la protección de los cachorros puede dar lugar también a revoluciones 88DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA sociales, a guerras defensivas, y a la justificación del derecho a ejercer la violencia por parte de los cuerpos de seguridad y de la justicia. Por todo ello, cuando nos situamos en el orden biológico de la violencia, en aquello que hemos denominado agresividad, no podemos hablar propiamente de moral, dado que la moral comporta libertad, y no siempre es posible ejercer la libertad cuando se están activando mecanismos biológicos de componente genético. Por ello diferenciamos violencia de agresividad. Si la agresividad es un rasgo biológico del ser humano, compartido con otras muchas especies, la violencia, en cambio, es el uso de la fuerza, fruto de la libertad, para hacer daño a otro ser humano. No consideramos propiamente violencia ni el accidente inevitable —matar a alguien que cruzaba la calle por no haber tenido nosotros los reflejos suficientes a la hora de frenar el coche—, ni tampoco la agresividad biológica —una madre que agreda al secuestrador de su bebé en el momento mismo del rapto—. Hay dos definiciones de violencia (cf. Sols, 2008: 17-21). Una pivota sobre la idea del impacto físico que un ser humano provoca en otro mediante un puñetazo, una puñalada, un disparo o un empujón al vacío. Esta definición acentúa el carácter interpersonal, físico, corporal de la violencia. En esta corriente, John Keane afirma que violencia es «el ejercicio de la fuerza física contra una persona, a la que se interrumpe o molesta, se estorba con rudeza y malos modos o se profana, deshonra o ultraja. [...] El término se entiende mejor cuando se define como aquella interferencia física que ejerce un individuo o un grupo en el cuerpo de un tercero, sin su consentimiento, cuyas consecuencias pueden ir desde una conmoción, una contusión o un rasguño, una inflamación o un dolor de cabeza, a un hueso roto, un ataque al corazón, la pérdida de un miembro e incluso la muerte» (Keane, 2000: 61-62). La otra definición pivota sobre la idea de violencia como sustracción de realidad fruto de la libertad, como diferencia entre lo que hay y lo que podría haber. En esta línea están Johan Galtung e Ignacio Ellacuría. Galtung concibe la violencia como «la causa de la diferencia entre lo potencial y lo actual, entre lo que podría ser y lo que es» (Galtung, 1975: 111). Forma parte de la violencia todo aquello que nos quita vida, salud, y que es fruto de la acción libre del ser humano. Galtung pone un buen ejemplo: «si una persona muriera de tuberculosis en el siglo XVIII, difícilmente a eso se lo podría considerar violencia, por el hecho de haber sido una muerte inevitable, pero si muere de la misma enfermedad hoy, a pesar de los recursos médicos que hay contra ella en el mundo, en ese caso, la violencia es acorde con nuestra definición» (Galtung, 1975: 111). Esta definición de Galtung, iluminada por el ejemplo 89CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO de la tuberculosis en el siglo XVIII y a finales del XX, introduce la idea de violencia estructural, muy presente en el pensamiento de Ellacuría y en general en el de los teólogos de la liberación, que los documentos oficiales tardaron en aceptar, con la excepción de la II Conferencia de Obispos Latinoamericanos, que tuvo lugar en Medellín, Colombia, en 1968, donde se afirmó que la injusticia socioeconómica es una «violencia institucionalizada» (Segunda Conferencia, 1968, cap. II, n. 16). Violencia estructural es todo aquel sistema social, económico o político que atenta contra la vida humana, tanto en lo físico —por ejemplo, la pobreza— como en el orden de la dignidad —por ejemplo, la falta de libertad—. Articulando ambas definiciones, llegamos a una tercera, nuestra, de carácter sintético: «violencia es la agresión que recibe una persona o un grupo de personas por parte de otra persona o de otro grupo de personas, directamente o a través de una estructura social, con conciencia refleja por parte del sujeto agresor, que causa un daño físico de mayor o menor grado en el sujeto agredido, que puede ir desde el dolor puntual hasta la muerte» (Sols, 2008: 20). El punto sensible de esta definición nuestra reside en la expresión «con conciencia refleja por parte del sujeto agresor». Aunque pueda resultar algo incómoda esta formulación, la mantenemos: si no hay conciencia alguna del daño causado, entonces no podemos hablar propiamente de violencia. Ahora bien, con los mil recursos de comunicación que hoy tenemos, resulta difícil afirmar que «no lo sabíamos». Sabemos que hay pobres, sabemos que hay guerras, sabemos que la ropa que llevamos está siendo fabricada en talleres que violan los derechos humanos. Lo sabemos perfectamente, pero miramos hacia otro lado. 3. La violencia estructural: sistemas socioeconómicos injustos La violencia estructural es la mayor de las violencias, aunque quizás no sea la más espectacular. No cabe duda de que llama más la atención el bombardeo de aviones militares a una ciudad en tiempo de guerra, o la bomba atómica, o un campo de concentración; sin embargo, el sistema económico presente produce muchas más muertes al final de una década que la peor de las guerras. También produce más dolor. No obstante, podemos contar el número de muertes, pero es difícil cuantificar el dolor. Ignacio Ellacuría calificó de violencia estructural un sistema económico, social o político que violase de manera sistemática los derechos humanos: «la violencia originaria es la injusticia estructural, la cual mantiene violentamente —a través de estructuras económicas, sociales, polí90DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA ticas y culturales— a la mayor parte de la población en situación de permanente violación de sus derechos humanos» (Ellacuría, 1993: 169). El capitalismo, que producía cientos de millones de pobres en el mundo, era violencia estructural. El mal reparto de la tierra, acumulada en pocas manos y nada productivas, en buen número de países de América Latina, era violencia estructural. La actual globalización es violencia estructural. Como hemos dicho más arriba, los obispos latinoamericanos, reunidos en Medellín, en 1968, afirmaron que la injusticia socioeconómica que vivía el subcontinente latinoamericano era «violencia institucionalizada». Es importante entender esta idea de violencia estructural, dado que en nuestro imaginario colectivo tendemos a identificar violencia con una agresión física, corporal, puntual —un puñetazo, una puñalada, un disparo, una bomba—, mientras que nos cuesta entender que un sistema económico pueda ser en sí mismo violento por el hecho de engendrar millones de pobres. Ante la violencia física reaccionamos con indignación; ante la violencia estructural, con resignación. En este segundo caso utilizamos expresiones como «Siempre ha habido pobres», «No se puede hacer nada», «El sistema es muy complejo». No cabe duda de que las estructuras nos paralizan. ¿Cómo se ha posicionado la doctrina social de la Iglesia ante los sistemas socioeconómicamente injustos? Su postura ha sido ambigua. Por un lado, su condena no ha podido ser más clara, con reiterados documentos, que enseguida citaremos; pero, por otro lado, la Iglesia ha visto con malos ojos el trabajo de aquellos cristianos que intentaban analizar estructuralmente las causas de la injusticia. ¿Cuál es la razón? Muy sencilla: el hecho de que el marxismo fuera abiertamente anticlerical hizo que la Iglesia se pusiera en guardia ante él, y hay que reconocer que cualquier análisis crítico del capitalismo suena a marxista, por lo que la Iglesia sospechó de los teólogos, economistas cristianos o políticos cristianos que hablaran de alternativas verdaderamente estructurales al capitalismo. Tras la caída del muro de Berlín, en 1989, el denominado comunismo —que, en realidad, era un socialismo dictatorial— dejó de ser una amenaza, por lo que la Iglesia relajó su defensa antimarxista. Los documentos de la doctrina social de la Iglesia han sido condenatorios de las grandes injusticias sociales y económicas, desde 1891, con la Rerum Novarum, de León XIII. Hay ya documentos anteriores en esta línea, pero esta encíclica adquirió un relieve público e histórico de tal dimensión que se erige en documento prácticamente fundacional de la moderna doctrina social de la Iglesia. Tanto la Rerum Novarum como los documentos posteriores, que recorren todo el siglo XX, procuran que 91CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO no se identifique el cristianismo con el marxismo, lo que no siempre es fácil cuando ambas doctrinas se encuentran en el mismo barco condenando la injusticia estructural. En las últimas décadas, el trabajo de la Comisión Pontificia «Justicia y Paz» ha sido remarcable en este sentido, denunciando una y otra vez las estructuras socioeconómicas injustas en todo el mundo, aunque sin duda han sido los representantes de la teología política europea y de la teología de la liberación latinoamericana los que han aportado las ideas más interesantes. El teólogo alemán Johann Baptist Metz anunció con cierta solemnidad el final de la minoría de edad del cristianismo. Estas dos corrientes hermanas —teología política y teología de la liberación— anunciaron en los años sesenta y setenta la necesidad de desprivatizar el cristianismo. Por cristianismo privado entendían aquel que sitúa la salvación que viene de la resurrección del Señor solo en el ámbito de lo interpersonal: la salvación sería algo personal, algo que vive el individuo en comunidad, sin llegar a tener dimensión socioeconómica. Para ellos, el cristianismo ha llegado a su mayoría de edad y debe ya hacer frente al hecho de que la salvación atraviesa todos los órdenes de lo humano, incluido el de las complejas estructuras de la sociedad. Por ello, ser cristiano en un mundo injusto significa trabajar activamente por la transformación de esas estructuras injustas. Si el cristianismo es fundamentalmente el anuncio de la salvación ofrecida por Dios a todos los hombres, esta salvación, para que realmente salve lo humano, debe salvar todo lo humano, y no solo unas dimensiones de lo humano; y para que salve todo lo humano, debe atravesar también lo económico, lo social y lo político, y no quedarse recluida en el orden de lo interpersonal. Aunque la teología de la liberación y la teología política han perdido fuerza en estos últimos años, es indiscutible que en la historia de la teología habrá un antes y un después de estos movimientos. No tiene ningún sentido dar marcha atrás. De hecho, a pesar de que el propio papa Juan Pablo II se mostrara reacio a aceptar este tipo de reflexiones, acabó por hacerlo tras la caída del muro de Berlín, como se puede constatar en este fragmento de Centesimus Annus, de 1991: El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está condicionado por la estructura social en que vive, por la educación recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la plena realización de quienes son oprimidos de 92DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA diversas maneras por las mismas. Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia (CA, 38). La idea de estructuras de pecado y, más aún, la invitación a demoler esas estructuras, es uno de los núcleos de la teología de la liberación, que el papa Juan Pablo II acabó por asumir una vez hubo desaparecido el fantasma del marxismo de la escena internacional. 4. La violencia represiva: las dictaduras Hay momentos históricos de contestación colectiva, masiva, a estructuras injustas. Estas protestas pueden ser pacíficas o violentas. En la América Latina de los años sesenta, grandes multitudes del pueblo sencillo, acompañadas por universitarios, intelectuales, sindicalistas y religiosos, se levantaron pacíficamente y protestaron contra la injusticia económica. Pedían una reforma agraria —devolver la tierra al trabajador, que, bien por la fuerza, bien por las deudas, la había perdido—, acabar con la dictadura militar y con el poder de la oligarquía —unas pocas familias extremadamente ricas—. La respuesta de los gobiernos fue violenta. Esta segunda violencia es lo que Ellacuría denomina violencia represiva. Era una violencia encaminada a acabar de una vez por todas con las protestas pacíficas que pedían reformas estructurales. En algunos escritos, Ellacuría sitúa esta violencia en tercer lugar, como respuesta a la violencia revolucionaria, que enseguida analizaremos. No obstante, lo correcto es ubicarla en dos momentos: 1) tras la protesta pacífica, y 2) tras la revolución, dado que la violencia represiva responde tanto a la primera como a la segunda. La postura de la Iglesia ante las dictaduras también ha sido algo ambigua. De nuevo nos encontramos aquí, por un lado, con condenas durísimas a dictaduras y a totalitarismos, y con una defensa cerrada de la democracia. Salta a la vista que el documento estrella en esta línea es la encíclica Mit brennender Sorge, de Pío XI, firme condena del nazismo, publicada el 14 de marzo de 1937. Fue redactada directamente en alemán y leída el domingo 21 de marzo en todas las iglesias católicas de Alemania. Esta encíclica constituyó un golpe muy duro para el nazismo, dado que la población católica alemana era numerosa. Por ello, el régimen nazi, tras una primera réplica, optó por ignorar la encíclica para evitar el enfrentamiento con los católicos. En esa misma línea de condena de dictaduras de uno u otro color tenemos la Pacem in Terris, de Juan XXIII, en 1963, y la Centesimus Annus, de Juan Pablo II, de 1991. 93CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO No obstante, por otro lado, observamos una excesiva condescendencia de la Iglesia con algunas dictaduras. Pongamos dos ejemplos: España y América Latina. La Iglesia católica española apoyó de manera abierta y oficial la dictadura del general Franco, que, tras los tres años de guerra civil (1936-1939), se prolongó durante treinta y seis años (1939-1975). La razón fue que el general Franco le paró los pies al comunismo, abiertamente anticlerical, pero el rechazo de una dictadura nunca debería ser razón suficiente para apoyar la dictadura opuesta. El otro gran ejemplo lo tenemos en América Latina, donde a lo largo del siglo XX, y en particular en los sangrientos años sesenta, setenta y ochenta, numerosos obispos confraternizaron abiertamente con dictaduras militares. Sorprende que, siendo tan clara la condena que la Iglesia ha hecho de las dictaduras, esa misma Iglesia haya sido a menudo tan condescendiente con ellas, como en los mencionados casos de España y de América Latina. La Iglesia católica moderna no solo digirió muy mal la Reforma protestante del siglo XVI, sino también el socialismo del siglo XIX, con sus consiguientes revoluciones: Rusia, 1917; China, 1949; Cuba, 1959. Y lo que a todas luces resulta incomprensible es el hecho de que la Iglesia haya tenido valor para juzgar y condenar al silencio a algunos teólogos de la liberación y no haya juzgado a dictadores y militares criminales de América Latina, como, por ejemplo, Pinochet, Videla o García Meza, que deberían haber sido excomulgados. Y resulta escandaloso que algunos prelados hayan sido amigos íntimos de dictadores, y que lo hayan reconocido sin reparo en público. 5. La violencia revolucionaria: la justificación del tiranicidio La posición de la Iglesia ante la violencia revolucionaria es compleja, y parece que con el paso de los siglos no se acabe de esclarecer. La Iglesia no se decide de manera definitiva acerca de si está moralmente justificado el acabar violentamente con un tirano, con una dictadura, incluso en el caso de que haya que matar para lograrlo. Hay documentos que afirman que la violencia siempre es condenable, sin excepción, mientras que otros afirman que en ciertas situaciones, la violencia revolucionaria sería un mal menor que habría que adoptar. El debate viene de lejos, de siglos atrás. La doctrina tradicional de la Iglesia admitía el tiranicidio si se cumplían los siguientes requisitos (González-Carvajal, 1998a: 337-338): 1. El sistema por derrocar tiene que ser una tiranía insoportable. 2. Tienen que haber fracasado todos los medios pacíficos para poner f in a dicha situación. 94DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 3. La rebelión no debe ser fruto de la decisión de un particular, sino de toda la comunidad. 4. Deben existir razonables probabilidades de triunfar. 5. Es necesario que las calamidades que previsiblemente resultarán de la insurrección sean menores que las injusticias causadas por el gobierno tiránico —regla del mal menor—. 6. Deben existir garantías de que el nuevo régimen será justo. En la lógica escolástica, esta argumentación es impecable, pero en la realidad histórica está cargada de problemas, ya que en la práctica es difícil evaluar cada uno de estos puntos antes de empezar un proceso revolucionario, y además no queda claro quién es el juez que deba decidirlo; como de hecho no lo hay, cada cual dirá si se dan o no las condiciones, que es lo mismo que no decir nada. Para complicarlo más, hay otros documentos en los que la Iglesia parece no admitir excepción alguna, y condena la violencia revolucionaria sin paliativos, como, por ejemplo, Centesimus Annus, de Juan Pablo II (1991), haciendo alusión al modo en que se acababa de derrumbar el bloque socialista de la Europa del Este: Merece ser subrayado también el hecho de que casi en todas partes se haya llegado a la caída de semejante «bloque» o imperio a través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia. Mientras que el marxismo consideraba que, únicamente llevando hasta el extremo las contradicciones sociales, era posible darles solución por medio del choque violento, en cambio, las luchas que han conducido a la caída del marxismo insisten tenazmente en intentar todas las vías de la negociación, del diálogo, del testimonio de la verdad, apelando a la conciencia del adversario y tratando de despertar en este el sentido de la común dignidad humana. Parecía como si el orden europeo, surgido de la Segunda Guerra Mundial y consagrado en los «Acuerdos de Yalta», ya no pudiese ser alterado más que por otra guerra. Y, sin embargo, ha sido superado por el compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder de la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar testimonio de la verdad. Esta actitud ha desarmado al adversario, ya que la violencia tiene siempre necesidad de justificarse con la mentira y de asumir, aunque sea falsamente, el aspecto de la defensa de un derecho de respuesta a una amenaza ajena. Doy también gracias a Dios por haber mantenido firme el corazón de los hombres durante aquella difícil prueba, pidiéndole que este ejemplo pueda servir en otros lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las internacionales! (CA, 23). 95CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO Como vemos, las declaraciones son algo equívocas. El mismo papa que publicó la Centesimus Annus en 1991, Juan Pablo II, promulgó solo un año después el Catecismo de la Iglesia católica, donde se afirma que «el que defienda su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal» (Catecismo, 1992, n. 2.264). Teniendo en cuenta que en Guatemala hubo unos 200 000 muertos, en El Salvador, unos 75 000, y en Argentina y Chile, miles de desaparecidos, parece lícito afirmar que la lucha violenta contra aquellos regímenes militares sería en defensa propia, y, por tanto, moralmente aceptable. Esta misma problemática se hace patente con el problema de la guerra. 6. La violencia bélica: la teoría de la guerra justa Con la violencia bélica, la Iglesia tiene exactamente el mismo problema que con la violencia revolucionaria. La única diferencia reside en que aquí ya no hay problemas ideológicos, como era el caso del temor al marxismo en la condena eclesiástica de la violencia revolucionaria en América Latina. En nuestro libro, Atrapados en la violencia: ¿hay salida?, ya expusimos con detalle esta doctrina (Sols, 2008: 92-102), que aquí resumiremos de manera sintética. Las primeras generaciones de cristianos fueron marcadamente pacíficas y antiviolentas, hasta el punto de que la objeción de conciencia a realizar el servicio militar tal como la conocemos hoy —por ejemplo, la oposición de algunos jóvenes norteamericanos a ir a la guerra de Vietnam, o los objetores de conciencia españoles al servicio militar obligatorio en los años setenta y ochenta— tiene su primer precedente en aquellos cristianos que se negaron a ir a la legión romana, no por desafección hacia Roma, sino por su fe en la fraternidad universal, que para ellos era más importante que su ciudadanía romana. En el siglo V, san Agustín, horrorizado por el espantoso saqueo de Roma por parte de las hordas de Alarico (año 410), desarrolló la teoría de la guerra justa, que fue sistematizada, siglos después, en la escolástica medieval (santo Tomás de Aquino, siglo XIII). San Agustín esbozó su teoría en el capítulo 5 del libro 1 de Del libre albedrío, obra acabada en el año 395 (cf. San Agustín, 1951: 262-267), y en el capítulo 7 del libro 19 de La ciudad de Dios, obra acabada en el 424 (cf. San Agustín, 1988: 572-574). El esquema lógico de san Agustín es impecable, aunque, como veremos enseguida, presenta importantes problemas prácticos. San Agustín, en la tradición de los primeros cristianos, afirma que la 96DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA violencia es inmoral porque supone una agresión a la vida de un hermano. Ahora bien, si somos testigos de una violencia que se está cometiendo con un inocente, o que se está a punto de cometer, y vemos que no podemos evitarla por medios pacíficos, de tal manera que no haciendo nada, o haciendo algo pacíficamente, no conseguiríamos detener ese acto de violencia, y si vemos que la única manera de evitar ese ataque sería mediante una violencia hacia el injusto agresor, en ese caso, y solo en ese caso, nuestra violencia estaría moralmente justificada. Al actuar violentamente no debemos pensar que hacemos algo bueno, sino que cometemos un mal, no obstante, un mal que sería menor al que consentiríamos en caso de no hacer nada o de pretender obrar pacíficamente. San Agustín expone aquí la única excepción a la tesis cristiana de la condena moral de la violencia. Solo si vemos que mediante la violencia podemos defender nuestra ciudad del agresor que está dispuesto a destruirla, a violar a nuestras mujeres y a matar a inocentes, en ese caso, nuestra violencia defensiva estaría justificada. Como decíamos, parece que no hay nada que objetar desde el punto de vista lógico. El problema es que san Agustín sabía más de moral que de política, y no previó que al no haber ninguna autoridad mundial capaz de dirimir neutralmente si una violencia defensiva está justificada, desde el siglo V hasta hoy, incluyendo parlamentos de los dos últimos presidentes de los Estados Unidos —George W. Bush, antes de invadir Irak, y Barak Obama, el día en que recibió el Premio Nobel de la Paz—, todas las partes implicadas en una guerra han dicho que su guerra era justa y que era solo defensiva. Hasta Hitler afirmó que lo único que hacía él era recuperar lo que en justicia le pertenecía a Alemania, lo que se le debía históricamente a este país, lo que se le había quitado por la fuerza, y que solo mediante la fuerza se podía recuperar. Todo mentira, pero es lo que afirmaba. En los últimos mil quinientos años, la historia de la humanidad ha estado llena de mentiras pseudomorales que han justificado guerras abiertamente inmorales. Antes ya había habido guerras, pero no se solía buscar una justificación moral para librarlas; se sobreentendía que cada pueblo tenía derecho a buscar lo mejor para sí mismo. En cambio, desde la aparición del humanismo cristiano y de la moral antiviolenta, las guerras necesitan de una justificación moral, a menudo falsa. San Agustín consiguió justo lo contrario de lo que pretendía: desde entonces, la teoría de la guerra justa que él formuló ha servido para dar cobertura moral a un alto número de guerras. Pocas cosas debe de haber más terribles en la vida de un hombre religioso que morir violentamente a manos de alguien que grita «¡Dios lo quiere!». No solo me mata mi hermano, sino que además lo hace afirmando que eso es lo que Dios quiere. La perversión es total. 97CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO De poco sirvió, prácticamente de nada, que la teoría de la guerra justa se formulara cada vez con mayor precisión, con una clara y escolástica lista de condiciones sine qua non, que recuerda mucho a la de la justificación moral del tiranicidio, que acabamos de ver. Una guerra es justa si cumple estas condiciones (Catecismo, 1992: n. 2309): 1. Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto. 2. Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces. 3. Que se reúnan las condiciones serias de éxito. 4. Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. La mala aplicación histórica de esta teoría, debido al hecho de que nunca ha habido un tribunal mundial o un gobierno capaz de decidir si una guerra es justa o no —Naciones Unidas ha intentado hacerlo, pero sin éxito, debido a que esta institución no es un tribunal neutral, sino un complejo juego de intereses de los diferentes gobiernos del mundo— ha provocado numerosos ejemplos escandalosos de guerras abiertamente inmorales con supuesta cobertura moral. Por ello, en el siglo XX, diferentes papas han intentado abandonar el discurso de la guerra justa, dado que han constatado que en la práctica contribuye más a justificar la violencia que a evitarla. Así, el papa Benedicto XV hizo todo lo humanamente posible para evitar la Primera Guerra Mundial, en lugar de posicionarse con un bando en contra del opuesto, como hicieron la mayoría de líderes mundiales. El papa Juan Pablo II aún fue más lejos en 1982 al considerar inaceptable la teoría de la guerra justa: El concepto de guerra justa es una cosa que pertenece al pasado. Lo defendía santo Tomás en caso de legítima defensa. Pero en nuestro tiempo no tiene ya validez, porque los hombres tienen otros medios para poder resolver los conflictos entre los pueblos (cit. en González-Carvajal, 1998a: 370). No obstante, de nuevo aquí encontramos la ambigüedad que ya habíamos visto en el apartado anterior, no en el sentido de que la Iglesia apoye ciertas causas bélicas, lo cual prácticamente no ha ocurrido a lo largo del siglo XX —con las pocas excepciones de algunos obispos no demasiado afortunados en su comprensión del momento histórico contemporáneo—, sino en el sentido de que en el Catecismo de la Iglesia católica, muy reciente en el tiempo (1992), se sigue exponiendo la teoría de la gue98DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA rra justa como algo todavía vigente en la doctrina social de la Iglesia, tal como acabamos de ver (cf. Catecismo, 1992: n.º 2309). ¿En qué quedamos, entonces? ¿«Pertenece al pasado el concepto de guerra justa», como defendía Juan Pablo II en 1982, o es una teoría todavía aceptada por la Iglesia, como afirma el Catecismo de la Iglesia católica, promulgado por el mismo papa Juan Pablo II en 1992? La incoherencia es aún mayor si tenemos en cuenta que en numerosos países, la Iglesia tiene un vasto servicio pastoral castrense, esto es, sacerdotes al servicio del Ejército, la mayoría de ellos incluso con graduación militar. ¿Dónde está la incoherencia? Negar la validez de la guerra justa supone negar la legitimidad de la institución castrense como tal, dado que el Ejército tiene como única misión desplegar la violencia en defensa del país. Si no creemos en la guerra justa, no podemos aceptar entonces la existencia de los ejércitos. En cambio, si tenemos un servicio pastoral castrense, quiere decir que aceptamos los ejércitos, y eso quiere decir que aceptamos la posibilidad de una violencia bélica justa. ¿En qué quedamos? La incoherencia entra de lleno en el orden del escándalo cuando el servicio pastoral castrense se ha llevado a cabo en el seno de ejércitos sanguinarios con la población civil, como han sido la mayoría de ejércitos nacionales latinoamericanos durante los años sesenta, setenta y ochenta. ¿Cómo puede un sacerdote, o un obispo, ser pastor castrense tranquila y acríticamente en un ejército que cada semana mata población civil inocente por las calles —El Salvador, Guatemala, y otros países, a inicios de los años ochenta—? ¿Cómo pudo permitir el Vaticano tamaño despropósito? No cabe duda de que en algunas ocasiones, los nuncios apostólicos, cuya misión consiste, entre otras cosas, en informar a la Santa Sede acerca de realidades eclesiales, sociales, económicas y políticas del país en cuestión, no ejercieron bien su trabajo, quizás porque no se había designado como nuncio a la persona más adecuada. La Santa Sede, tenemos que decirlo, no estuvo siempre exenta de responsabilidad en estas situaciones, sin duda complejas y difíciles, pero al mismo tiempo muy claras, tal como una y otra vez denunciaron personalidades tales que Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría, Helder Câmara, Óscar Romero, e importantes laicos intelectuales cristianos, políticos y periodistas, tanto en medios latinoamericanos como europeos y norteamericanos. 7. La paz como horizonte: el concepto unitario de paz justa Antes de estudiar cómo se puede llevar a cabo la transición de la violencia a la paz, por ejemplo, tras un período de conflicto bélico, conviene que 99CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO tengamos claro cuál es el horizonte hacia el que nos dirigimos. No tiene sentido recorrer un camino sin saber adónde nos lleva. El horizonte hacia el que nos dirigimos es la paz justa. Podríamos decir solo paz, y sería correcto, pero desgraciadamente demasiado a menudo se ha separado la idea de paz de la idea de justicia. Por ejemplo, un África sin protestas ni violencia parecería un continente en paz, aunque en realidad no lo sería, dado que sin justicia no hay paz verdadera. La única paz auténtica es la paz justa. La paz no es un tiempo tranquilo entre dos períodos bélicos. La paz es, debería ser, el estado habitual de los seres humanos, un sistema histórico en el cual los derechos humanos fueran respetados de manera habitual y universal. La paz es, debería ser, el estado de la humanidad en el que se despliegan históricamente las diferentes dimensiones constructivas del hombre, en armonía unas con otras. La paz supone que las necesidades básicas del ser humano estén estructuralmente cubiertas: alimentación, vivienda, vestido, salud, cultura, libertad. Cuando estas seis se dan, se hace posible que se dé la séptima, la paz. 8. La cultura de la paz No hay mejor camino para llegar a la paz que el del cultivo de la cultura de la paz. Es un error pensar que hay que dejar que la cultura de la violencia crezca en nuestro jardín, y solo cuando este sea inhabitable, entonces veremos cómo pasar de la violencia a la paz mediante largos y complejos procesos de reconciliación. Hay que cultivar directamente la planta de la paz. Cultura de la paz significa organizar toda la vida humana en torno a la idea del respeto de los derechos humanos: democracia, libertad de expresión, igualdad socioeconómica, igualdad racial o étnica, respeto a la pluralidad ideológica, identidades colectivas no agresivas para con otras identidades, pleno empleo, fin definitivo de la pobreza. Nos hemos acostumbrado demasiado a la injusticia socioeconómica, a las desigualdades, a los enfrentamientos nacionalistas, a la pobreza, al paro, a la violencia en el cine, en la televisión y en los videojuegos, a la pornografía, a la prostitución, a las mafias. Todo esto se ha enquistado en nuestro imaginario colectivo, y hay que sacarlo de allí porque no es, no debería ser, lo normal. Trabajar por la cultura de la paz es algo poco llamativo, y aporta resultados solo a largo plazo. Por ello, es también algo que se nos hace poco rentable políticamente, o mejor dicho, electoralmente. El gobierno que se ponga como objetivo prioritario traer al país una paz justa no recogerá 100DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA el fruto de su trabajo, ya que ese fruto no llegará hasta al cabo de quince o veinte años, cuando haya otro gobierno muy distinto, y el éxito histórico se atribuirá a este, no a aquel. Por ello los políticos adoptan medidas más fácilmente cuantificables: descenso del número de delitos, aumento del número de presos en las cárceles, disminución de la entrada de sin papeles en el país. La cultura de la paz empieza por el trabajo a favor de la justicia social y de la libertad. No hay paz auténtica si la gente no tiene trabajo, o lo tiene pero con salarios de miseria, o son marginados por el color de su piel, o no tienen derecho a expresarse en libertad, o no hay democracia, o se está en una democracia que se parece más bien a una dictadura. La injusticia y la opresión —ya en sí violentas— constituyen la mejor tierra para abonar la violencia, mientras que la justicia y la libertad son la tierra de la paz. La cultura de la paz se construye desde frentes muy diversos: control de los contenidos de la televisión y de las radios, públicas y privadas; enseñanza en las escuelas; contar activamente con los jóvenes para múltiples tareas de beneficio civil; fomento del asociacionismo; participación de la población en la cultura; cultivo de la espiritualidad y del sentido de la trascendencia; trabajo para todos; distribución justa de la riqueza; libertad de expresión. 9.  La reconciliación política: el camino que va de la violencia a la paz El proceso que va de la violencia a la paz justa es sumamente complejo y largo, y a menudo acaba en un rotundo fracaso, como ha sido el caso una y otra vez del conflicto Israel-Palestina. Otras veces, el resultado ha sido, o está siendo, exitoso, como puede ser el caso de Sudáfrica o de Irlanda del Norte. Uno de los pensadores cristianos que con más tino ha analizado cómo debe desarrollarse un proceso político de reconciliación tras un período bélico/revolucionario, típico de la América Latina de los años setenta y ochenta, es Ignacio Ellacuría, asesinado por el ejército salvadoreño en noviembre de 1989, a quien ya hemos citado en varias ocasiones. Expusimos su pensamiento al respecto en una conferencia en la Universidad de Deusto, Bilbao, con motivo del 20.º aniversario de su muerte, publicada posteriormente en su integridad (cf. Sols, 2011a), a lo que hay que añadir un análisis posterior realizado en otro estudio (cf. Sols y Pérez, 2011). Seguiremos aquí de cerca el análisis presentado en aquella conferencia, aunque con algunas variaciones. 101CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO 9.1. Analizar la complejidad de las causas profundas del conflicto Cuando estamos inmersos en un importante conflicto histórico violento, lo primero que hay que hacer es analizar las causas profundas que lo han provocado. No tiene sentido saltarse este paso. Y resulta tentador hacerlo, ya que es exhaustivo y complejo. Se nos hace más cómodo simplificar el conflicto en unas pocas frases típicas de lo que Ellacuría denominaba pereza intelectual. Conviene estudiar a fondo el origen histórico del conflicto, no solo el relato de los hechos acaecidos, sino las estructuras que lo engendraron. Ellacuría hablaba de causas profundas porque en historia nunca hay que confundir el gas con la chispa que lo hace estallar. Si una casa salta por los aires como consecuencia de una fuga de gas, lo que hay que estudiar es cómo fue posible la fuga, no cómo saltó la chispa. En estas situaciones, no pocos políticos suelen decir que «hay que pasar página», que «no hay que mirar atrás», ya que con ello solo se reabren las heridas. Ellacuría siempre decía que es importante estudiar las causas profundas de un conflicto, dado que, de no hacerlo, los conf lictos irán rebrotando de manera cíclica. La realidad siempre es más compleja de lo que pretenden mostrar ciertos planteamientos ideológicos simplistas. Sin duda, las ideologías son legítimas, pero, en su obsesión por convencer a la sociedad, tienden a caer en ideologizaciones, en enmascaramientos de la verdad, que deben ser detectados y denunciados por la investigación científica social y por la filosofía, en su función crítica. 9.2. La mediación de terceros agentes Es importante hacer intervenir a terceros agentes, como pueden ser la universidad, la Iglesia, los mediadores internacionales o los grupos simbólicos de reconciliación: a) Primer agente: la universidad. Si la universidad es como debería ser —seria, rigurosa, científica, alejada de fáciles partidismos—, esta institución puede constituirse en un importante agente que ayude a la resolución de un conflicto, aportando ideas, dando la palabra a unos y a otros, yendo al fondo de los problemas, lejos de los cómodos eslóganes. Este fue el caso, por ejemplo, de la UCA (Universidad Centroamericana) de El Salvador durante los años ochenta. b) Segundo agente: la Iglesia. En países donde la Iglesia, ya sea la católica, ya sea otra, tiene un papel relevante, esta institución puede hacer mucho también por la construcción de la paz. Aporta espacios de escucha, de diálogo, de oración, de reformulación de planteamientos. 102DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA Ignacio Ellacuría siempre afirmó que la Iglesia en Centroamérica tenía una importante dimensión ético-política. Los teólogos de la liberación, como Jon Sobrino, Leonardo Boff, Clodovis Boff, Juan Luis Segundo, Enrique Dussel, José Ignacio González Faus o el propio Ignacio Ellacuría afirmaban que el anuncio del Evangelio en un mundo estructuralmente injusto comportaba denunciar las injusticias y promover un cambio estructural, y así lo hizo el papa Juan Pablo II en su viaje a Centroamérica y el Caribe, tal como Ellacuría mostró con su habitual agudeza: No podrá, por lo tanto, decirse ya más que la Iglesia se sale de su cometido cuando se esfuerza en resolver el conflicto político, militar y social de El Salvador, y cuando intenta hacerlo superando el ámbito de la interioridad para abrirse al campo de lo estructural y público. El papa lo ha hecho de modo explícito y lo ha hecho no como jefe de Estado o como autoridad suprema de una organización multinacional, sino como pastor y obispo para decirles lo que deben hacer. Los políticos podrán hablar de injerencia extraña en los problemas nacionales o de injerencia en los problemas políticos, pero el ejemplo y las razones del papa sirven para mostrar que esos problemas no son meramente políticos, sino estrictamente morales y éticos: son problemas, si se quiere, no religiosos, pero que, sin embargo, tienen que ver con la salvación cristiana, con la fe cristiana a la cual pertenecen, intrínseca e indisolublemente, la promoción de la justicia y el rechazo de todo cuanto deshumaniza al hombre (Ellacuría, 2002a: 21). Ellacuría se hace fuerte en este punto porque está convencido de que una de las misiones centrales de la Iglesia, en un contexto de enfrentamiento bélico y de lento proceso de paz, consiste en promover la reconciliación entre las partes enfrentadas: De ahí que la Iglesia salvadoreña no podrá descuidar, ni por un momento, su ministerio ético y político de reconciliación; si lo descuidara o relegara a segundo plano, estaría faltando gravemente a su misión y al mandato del papa. La Iglesia de El Salvador debe ponerse de lleno a trabajar en la solución de la crisis del país, mucho más de lo que lo ha hecho hasta ahora y de un modo distinto. De lo contrario, no hubiera sido necesaria esta palabra tan apremiante y tan nueva del papa (Ellacuría, 2002a: 21-22). c) Tercer agente: los mediadores internacionales. No cabe duda de que los mediadores internacionales pueden desarrollar también un papel decisivo en un proceso de paz. Nos referimos aquí a países de la región, cuyos dirigentes tengan ascendencia moral sobre los dos bandos del conf licto bélico nacional. Fue el caso, por ejemplo, del Grupo de Contadora 103CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO —Colombia, México, Panamá y Venezuela—, constituido en 1983, un grupo que tuvo una función clave para la resolución del conflicto salvadoreño, y centroamericano en general. En este tipo de grupos, no es necesario que todos sus miembros tengan la misma autoridad moral sobre los dos bandos en conflicto, pero el grupo como tal sí que la ha de tener. Este tipo de intervenciones alivia la desagradable sensación de soledad que suele haber en conflictos nacionales, esa impresión de que nuestra gente se está muriendo en la guerra y al mundo no le importa. d) Cuarto agente: los grupos simbólicos de reconciliación. Aunque quizás no lo parezca, este agente es tan importante como los anteriores. Su función puede parecer irrelevante desde el punto de vista de la ciencia política, pero es posible que llegue a tener un impacto enorme en el imaginario colectivo. Aunque los diálogos en la cumbre sean importantes, la sociedad no puede esperar pasivamente a que se celebren. Tiene que adelantarse a ellos. Por ejemplo, en los años ochenta, en Belfast había grupos ecuménicos de oración, donde católicos y anglicanos, o sea, proirlandeses y probritánicos, se reunían para rezar juntos. Lo que los unía era mucho más que lo que los separaba. En el mismo sentido, el famoso director de orquesta, Daniel Barenboim, dirige desde hace algunos años una orquesta formada por árabes y judíos, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente —nombre inspirado en el título del poemario de Goethe, Diván de Oriente y Occidente—. Estas iniciativas pueden llegar a alcanzar un valor simbólico mayúsculo, casi escatológico, dado que apuntan hacia una paz futura difícilmente imaginable en la historia presente. 9.3.  Crear un estado de diálogo que tome el relevo  al estado de guerra El diálogo que busca la paz nunca es un delito ni una inmoralidad. En los conflictos violentos, ya sean bélicos o revolucionarios, suele ocurrir que cualquiera de las dos partes considera una inmoralidad la sola idea de dialogar con la otra parte. El error estriba en pensar que el diálogo supone admitir implícitamente las tesis de la otra parte, y no es así. Dialogar supone admitir la existencia de la otra parte, no reconocer que tenga razón. Un ejemplo: los educadores, psicólogos y capellanes de cárceles dialogan habitualmente con los presos, algunos de los cuales son criminales, y nadie cuestiona ese diálogo. Otro ejemplo: en la diplomacia internacional, el presidente de un país democrático dialoga con el dictador de otro país, y tampoco nadie cuestiona ese diálogo. El problema reside en el hecho de que, en los enfrentamientos bélicos, sean de guerra civil o de revolución, cada parte se atribuye toda la ver104DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA dad y no acepta que la otra tenga ni pizca de razón. Dialogar con la otra parte supone darle en algún momento la palabra, lo cual puede mostrar que esa parte quizás sí tenga algo de razón. Por ello los extremos suelen defender la idea de que dialogar con el enemigo implica darle alas a su discurso. Pues no, dialogar con el otro es reconocer que está ahí, que existe, que es un hermano, que tiene algo que decir y que debemos escucharle. Cuanto más le demos la posibilidad de hablar, menos sentido encontrará a la lucha armada. Con esta tesis que hemos formulado —«El diálogo nunca es inmoral»— conviene hacer frente a las objeciones de aquellos que condenan el diálogo. Ellacuría llevó a cabo este momento del proceso de manera rigurosa y metódica, enumerando todas y cada una de las razones que aducían los opositores al diálogo político de reconciliación, y rebatiendo cada una de ellas de manera lógica (cf. Sols, 2011a: 68-74). Conviene despejar el camino antes de recorrerlo. No resulta fácil caminar por la senda del diálogo cuando todavía no está claro que sea una buena idea recorrerla. Ellacuría deja claro que no se trata de entrar en un juego dialéctico sin fin acerca de las razones a favor o en contra del diálogo —en este caso, utiliza sobre todo el concepto de negociación—, sino de darse cuenta de que las supuestas dificultades ante la negociación no son más que pseudodificultades, superables con el uso de la inteligencia. No obstante, el diálogo debería empezar por las víctimas de los dos lados. No hay documentos en la doctrina social de la Iglesia que aborden explícitamente esta temática, pero estas afirmaciones pertenecen al corazón de la espiritualidad cristiana, centrada en la experiencia del Crucif icado. El diálogo, con el precedente de los grupos simbólicos que ya hemos mencionado —utópicos, casi escatológicos—, debe empezar por las víctimas, por los familiares de las víctimas, por los que más han sufrido (cf. Phelps, 2004). En la cumbre se discuten mapas, ideologías, interpretaciones de la historia, partes de un pastel. En cambio, en la base se comparte el sufrimiento. Nada une más que el sufrimiento. Este diálogo debe estar compuesto por dos elementos: 1) El relato de lo vivido. No el análisis de la realidad, sino el relato. El relato personal. Las víctimas han de poder contar su historia, y han de poder hacerlo extensamente. Y 2) el silencio. El silencio activo tiene un poder extraordinario. Familiares de las víctimas de las dos partes de un conflicto nacional juntándose regularmente para orar unidas en silencio: eso tiene más fuerza que varios encuentros en la cumbre. En algún momento tiene que empezar el diálogo nacional, político, ideológico. Como solía decir Ellacuría, hay que sustituir el estado de guerra por un estado de diálogo. Hay que escuchar a los dos grupos en105CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO frentados, pero también a aquellos otros grupos no representados por ninguno de los dos lados beligerantes. Ellacuría lo expresó con notable lógica: «la guerra es cosa de las partes en conflicto, mientras que la paz es asunto de todas las fuerzas y de todos los sectores del país» (Ellacuría, 1993: 1428). Si el estado de guerra consiste en balas, bombas, violencia, agresiones, sangre, enfrentamiento, miedo, tensión, economía orientada al conflicto bélico desatendiendo necesidades humanas básicas, el estado de paz, en cambio, «consiste en que la mayor parte de la población esté cada vez más consciente de la necesidad de un diálogo nacional a fin de ponerlo en marcha y de conseguir a través de él la paz que se necesita» (Ellacuría, 1993: 1419). El diálogo nacional es mucho más que un simple diálogo en la cumbre, por muy importante que este sea. En el diálogo nacional deben intervenir todo tipo de agentes sociales, culturales y políticos. El país entero tiene que estar en estado de diálogo, en estado de debate. El diálogo, mucho más que un encuentro en la cumbre, tiene que constituir una cultura que penetre en todos los órdenes de lo social. El diálogo en la cumbre viene precedido del diálogo nacional —lo que hemos denominado estado de diálogo—, al que no puede sustituir, sino completar. Ese diálogo en la cumbre debe ser preparado minuciosamente, dado que lo que en él se resuelva marcará la vida del país durante años. 9.4. Consensuar el horizonte Para sentarse a la mesa del diálogo hace falta tener un cierto lenguaje común, hace falta tener un mínimo horizonte común, pues, de no haberlos, el diálogo sería imposible. Por ello, lo primero que hay que hacer es buscar qué une a las dos partes de un conflicto. Parece difícil, pero se puede intentar. No deja de ser sorprendente cómo en la formulación del horizonte que perseguir, los bandos opuestos se parecen mucho más de lo que habríamos podido imaginar a priori. La oposición entre ambos suele estar en la elección del camino que seguir para llegar a ese horizonte. Conviene explicitar qué es lo que busca cada parte y ver qué hay en común. El trabajo del diálogo consiste en regar, gota a gota, esa raíz viva del horizonte común para que pueda llegar a nacer el árbol de la paz. 9.5. La pacificación es anterior a la paz La pacificación es anterior a la paz. A la paz no se llega de golpe, sino tras un largo camino de pacificación, un camino que a veces puede sonar a traición a la paz, por no ser idéntico cada uno de los momentos del reco106DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA rrido al final buscado. La pacificación es el zigzagueo lento pero seguro que nos lleva hacia la paz. Por ello, la clave no reside en el dónde estamos, sino en el hacia dónde vamos. La clave no está en un momento de la historia, sino en un proceso dinámico. Dado que lo importante es el dinamismo, el inicio del proceso es todo un éxito. Iniciar un proceso de pacificación supone tener un horizonte al que se pretende llegar, pero no hay que ser maximalistas. Muchos espíritus de buena voluntad, cargados de nobles y radicales ideales, caen en el maximalismo: o todo o nada. Hay que partir de la realidad y ver con paciencia lo que esta puede dar de sí. En el proceso de pacificación, cada paso es muy importante. En lugar de mirar lo lejos que aún estamos del futuro estado de paz, hay que celebrar cada éxito parcial como si fuera muy importante, mejor dicho, porque es muy importante, porque indica que vamos en la buena dirección. 9.6. Cambio de estructuras y cambio personal La experiencia de algunos procesos revolucionarios habidos a lo largo del siglo XX muestra que de poco sirve cambiar las estructuras si ese cambio no va acompañado de un cambio de los corazones. La conversión personal debe acompañar la transformación de las estructuras, pues, de lo contrario, como muy bien describe el escritor británico George Orwell en su novela Animal Farm (en español, Rebelión en la granja), al final resulta que los revolucionarios que detentan el poder tras la revolución y los oligarcas que lo detentaban en el régimen anterior son idénticos. Ignacio Ellacuría desarrolló una interesante reflexión sobre este punto con ocasión del viaje a Centroamérica y el Caribe del papa Juan Pablo II, en marzo de 1983, al que ya hemos aludido. Ellacuría afirmaba que «donde el papa insistió más fue en la creación de aquellas condiciones subjetivas que son indispensables, tanto para el mejoramiento de las personas como para el cambio de las estructuras sociales. Fue lo que llamó cambio de actitudes, en lenguaje antropológico, y lo que llamó conversión, en lenguaje teológico. Quizá pudiera parecer que insistía demasiado en el cambio de los factores subjetivos, atribuyéndoles demasiado peso a la hora de realizar el cambio estructural. Pero ese cambio, además de ser importantísimo en sí mismo y a la hora de las transformaciones sociales, es el que cae más cerca a la Iglesia y es más apropiado a su misión» (Ellacuría, 2002a: 69-70). Ellacuría, utilizando un lenguaje antropológico, habla de cambio de actitudes, y utilizando un lenguaje teológico, habla de conversión. La actitud es la orientación fundamental de la vida. Es lo que orienta en el fondo todo lo que hacemos. Cambiar de actitud significa reorientar el rumbo profundo de nuestras vidas personales y de nues107CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO tro ser miembros de una sociedad y ciudadanos de un país. Por su parte, conversión (en latín, conversio) es el tercer paso, después del primero, versus, y del segundo, aversio. Versus es la línea, la orientación que tenemos en la vida; aversio es el cambio de rumbo con respecto a esta orientación, es la traición, el pecado, la infidelidad; finalmente, la conversio es, en un nuevo giro, el regreso al primer camino, después de la infidelidad. El cambio personal refuerza el cambio de estructuras, y el papa lo apoya probablemente por la filosofía personalista que inspira sus discursos, afirma Ellacuría: Pero dar la importancia debida a lo estructural no quita para dar mayor importancia, si cabe, a lo personal. Lo estructural es lo más necesario, pero lo personal es lo más importante. Juan Pablo II [durante su gira por Centroamérica y el Caribe en marzo de 1983] ha puesto sus ojos en el corazón del hombre centroamericano y ha urgido a cambios profundos en la esfera de lo personal. De poco sirven los cambios estructurales si no se llega al cambio interior, al cambio personal, al cambio de actitudes fundamentales. Por su formación filosófica personalista y por exigencias de su catequesis cristiana, el papa insiste con fuerza en el papel que desempeñan los factores subjetivos personales en la transformación del hombre, de la sociedad y de las estructuras (Ellacuría, 2002a: 40). 9.7. Qué hacer durante el proceso El proceso de pacificación es largo y en él se avanza lentamente. Lo que no tiene sentido es considerar que mientras no se haya llegado al estado de paz, haya que actuar única y exclusivamente siguiendo la lógica del estado de conflicto violento. A lo largo del camino ya se pueden ir haciendo cosas que apunten hacia el final de paz. Veamos algunas. a) Humanizar el conflicto. Los Convenios de Ginebra, que fueron firmados en sendas convenciones en esta ciudad suiza en los años 1864, 1906, 1929 y 1949, a los que hay que añadir los Protocolos de Adiciones de 1977, apostaron por humanizar el conflicto mientras este no fuera resuelto. Está claro que en una guerra no es lo mismo matar a todos los enemigos heridos que cuidarlos en un hospital. Siguiendo esta intuición de Ginebra, Ellacuría defendía la tesis de que, mientras no se lograra resolver el conflicto, al menos había que humanizarlo tanto como fuera posible. Pensemos que entre los años 1981 y 1984, en El Salvador murieron quince mil personas por año, la mayoría de ellas civiles salvajemente asesinadas en masacres de horror. Para la población salvadoreña era tan importante alcanzar un día la paz como acordar ya en aquel momento ciertas medidas de respeto a los derechos humanos. 108DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA b) Valorar la dirección seguida más que los resultados. Tal como hemos dicho más arriba, en un proceso de diálogo para alcanzar la paz, la clave no reside en el dónde estamos, sino en el hacia dónde vamos. Tanto en el mundo de la política como en el de la economía tendemos a evaluar los procesos recorridos por sus resultados: qué tenemos hasta ahora. El realismo mal entendido del mundo empresarial comporta una miopía de futuro y ve el pasado reciente con lupa, lo que supone una doble deformación de los procesos históricos. No cabe duda de que los resultados son importantes, pero cuando hablamos de procesos tan complejos como son la salida de conflictos bélicos, más importante aún que los resultados es la dirección seguida, el hacia dónde vamos. Esto es lo que, por encima de todo, hay que priorizar en el proceso de pacificación. c) Los fracasos forman parte del camino. La palabra fracaso suena a algo negativo, no cabe duda. Significa no haber logrado un objetivo propuesto, o no haber cumplido algo anunciado. También podríamos decir que las palabras cansancio y dolor tienen connotaciones negativas, y, sin embargo, cuando practicamos en serio un deporte, con entrenamientos duros, sentimos cansancio y dolor muscular, y no por ello consideramos que la práctica de ese deporte sea algo negativo; nos parece que el cansancio y el dolor son intrínsecos a la práctica seria de un deporte. Lo mismo ocurre con el fracaso. Es obvio que en un proceso complejo de pacificación habrá fracasos. Que todo salga a pedir de boca a la primera de cambio es algo que solo ocurre en las películas malas, pero no en la realidad. En la realidad histórica, los procesos de pacificación conllevan fracasos, y estos fracasos forman parte del camino hacia la paz. En el proceso de pacificación, el fracaso no supone exactamente el incumplimiento de lo anunciado, sino la constatación de la dificultad del camino por recorrer. Al ser un camino complejo, hay que ir intentando encontrar vías de diálogo, que van saliendo mal, aunque poco a poco se va encontrando la salida al laberinto del conflicto. d) Celebrar cada pequeño paso como si fuera un gran paso. Retomemos ahora esta idea, que hemos mencionado más arriba al hablar de la pacificación. El proceso de pacificación requiere una pedagogía. Del mismo modo que en la educación de niños y adolescentes no se da todo de golpe, sino gradualmente, en función de la capacidad de asimilación cognitiva del sujeto, en los procesos que llevan del conflicto a la paz no se puede dar todo de golpe, sino por pasos. Y del mismo modo en que celebramos con alborozo los pequeños grandes éxitos del niño, dado que esa celebración motiva al niño para seguir aprendiendo, hay que celebrar también cada pequeño paso en el proceso de pacificación como si fuera un gran paso. Conviene que retengamos esta idea: En el camino que va 109CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO de la violencia a la paz, cada pequeño paso es un gran paso. Todo depende del ángulo de observación donde nos situemos: al adulto le puede parecer algo trivial que un niño aprenda a andar, a nadar o a leer, pues él, adulto, hace años que domina todo eso; pero para el niño es un gran paso, como también lo fue para el adulto en su infancia de hace años, aunque él ya no lo recuerde. Por ello, si nos situamos en el estado de guerra que poco a poco vamos dejando atrás, cada paso hacia la paz es grande, y hay que celebrarlo. 10. Cristianos en un medio violento Diferentes razones han llevado a no pocos países a situaciones de violencia civil de grandes proporciones. Es el caso de Estados Unidos, de México, de Guatemala, de El Salvador, de Colombia, de Brasil, de República Dominicana o de Haití, entre otros muchos países. Este tipo de violencia tiene unas raíces económicas indudables: jóvenes armados saben que pueden conseguir mucho más dinero en un buen atraco que en dos años de trabajo honrado mal pagado. En algunos casos, como en El Salvador, los delincuentes son excombatientes de una guerra civil, inadaptados a la vida civil pacífica, a menudo injusta con ellos. Es lo que probablemente pasará en Colombia cuando las FARC abandonen la guerrilla. Su inadaptación a la vida pacífica y su imposibilidad de encontrar trabajos que les gusten a los exguerrilleros les llevará a organizarse en bandas de delincuentes comunes. Ojalá que no sea así. En otras zonas del mundo, la abundancia de la violencia viene dada por conflictos interétnicos, por negocios sucios —droga, diamantes, tráfico de armas, prostitución—, por rivalidades ideológicas. Es el caso, por ejemplo, del corazón de África. Son muchos los cristianos que se encuentran inmersos en este medio de violencia, sin entender por qué les ha tocado vivir esto y sin saber qué hacer. Si optan por el pacifismo, pueden aparecer un día en cualquier esquina acribillados por las balas; si se protegen armándose hasta los dientes, no ven que eso sea una actitud cristiana. ¿Qué hacer? La respuesta no es sencilla ni única. De manera inmediata, cualquiera tiene derecho a proteger su vida y la de los suyos. Hasta los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI se desplazaban en vehículo blindado, el famoso papamóvil, y siempre iban rodeados de guardaespaldas. Nadie debe tener mala conciencia por protegerse y por proteger a los suyos del peligro real de agresiones violentas. No obstante, la protección solo aleja el peligro, pero no lo elimina. A un nivel más profundo, conviene trabajar en dos direcciones: 110DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 1) Hay que investigar para descubrir cuáles son las causas profundas de la violencia y actuar de manera valiente contra ellas, tal como ya hemos indicado más arriba. Y 2) hay que ir en contra de la cultura de la violencia, con todos los medios posibles, y a favor de la cultura de la paz. Hay que perseguir el cine violento, los videojuegos violentos, la presencia social de armas de fuego. Se hace necesario trabajar la cultura de la paz, promover todo tipo de iniciativas, no puntuales, sino habituales, que posibiliten la convivencia. El trabajo que en Europa han llevado a cabo los denominados cristianos pacifistas en los últimos treinta o cuarenta años ha sido extraordinario, y sus frutos se han notado enormemente. Los pacifistas promueven la cultura de la paz, el encuentro entre pueblos y entre grupos sociales, y la resolución de conflictos por la vía del diálogo. Asimismo, el asociacionismo es fundamental: la pertenencia a asociaciones que promuevan activamente valores humanos. Es importante que los jóvenes sientan que tienen una función en la sociedad. La violencia va ligada a la juventud, especialmente a la juventud masculina. El sistema ha convertido a los jóvenes en simples consumidores. Solo se espera de ellos que consuman cine, televisión, ropa, etc. Nada más. Cuando los necesitamos para trabajar, les pagamos una miseria porque son jóvenes y se conforman con cualquier cosa. Ellos solo buscan arañar un poco de dinero a la semana para no tener que depender de sus padres a la hora de comprarse los productos que les dan identidad social. La sociedad que no cuenta con sus jóvenes es una sociedad suicida. El problema reside en que vivimos unos tiempos en que valoramos los resultados rápidos en todos los dominios, lo cual es un grave error. En la vida, lo verdaderamente importante se hace siempre despacio: un embarazo, educar a un hijo, el crecimiento de un árbol, corregir un defecto, aprender a convivir en pareja, aprender un idioma. Lo importante requiere tiempo, porque el hombre es un ser esencialmente histórico, y por ello esencialmente temporal. La temporalidad es una dimensión humana nuclear. En la actualidad, tendemos a despreciar el factor tiempo: cuanto más cerca del cero, mejor. Si hoy empezamos a plantar semillas de paz, no veremos ningún resultado dentro de cuatro años, pero tendremos un país radicalmente distinto dentro de veinte o treinta años. 11. Conclusión Como hemos visto, el tema de la violencia es uno de los más espinosos que hay en el pensamiento social cristiano. El que intente coger la rosa de 111CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO la paz se pinchará con las espinas de la violencia. Es así. La Iglesia se ha movido una y otra vez entre estos dos polos: por un lado, la defensa acérrima de la paz, acompañada de una condena unívoca de la violencia; y por otro, el consentimiento de cierta violencia defensiva cuando esta se muestra como único camino posible para evitar una violencia todavía mayor. Creemos que teóricamente la postura de la Iglesia es correcta y humana. No obstante, el hecho de que no haya ningún juez mundial con autoridad reconocida por todos los agentes globales hace inviable esta teoría, redactada en el silencio de los tranquilos monasterios, pero alejada del combate político cotidiano. Una reforma de Naciones Unidas en la línea de una gobernabilidad democrática mundial es un objetivo importante, y hasta urgente, del siglo XXI. Este es un tema muy presente en la doctrina social de la Iglesia desde la Pacem in Terris de Juan XXIII, publicada en 1963. Pero esto será el objeto, quizás, de una futura lección. Nuestras cinco lecciones terminan aquí, con un breve epílogo.

DE LA ANTINOMIA CAPITALISMO/SOCIALISMO A LA ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO

José Sols Lucia.

1. Luces y sombras del capitalismo 

La historia del capitalismo es larga y está llena de éxitos y fracasos. Ha sido el sistema que más admiración y también el que más odio ha despertado en la historia de la humanidad, ha sido el más analizado y el que más ha transformado el mundo en menos tiempo. Es un sistema extremadamente simple, que paradójicamente se ha vuelto extraordinariamente complejo. Cuatro etapas jalonan su historia, cada cual más breve que la anterior, porque el capitalismo tiende a la celeridad: 1) El capitalismo comercial nació en la Edad Media, y recorrió los siglos XVI, XVII y XVIII con una importante dosis de colonialismo europeo en América y en Asia. Su eje vertebrador fue el comercio a escala regional, incluso solo comarcal —intercambio de telas, productos del campo, ganadería, etc.—. Solo algunas materias primas venían de lejos, de las colonias de América o de Asia. 2) El capitalismo industrial nació con la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII en Inglaterra, y pronto se extendió a Francia, Alemania, Suiza, España, Holanda, Estados Unidos, Japón, entre otros. Recorrió todo el siglo XIX y buena parte del XX. Su eje vertebrador fue la producción industrial a gran escala con manufacturas en serie y con nuevas tecnologías procedentes del campo —revolución tecnológica agrícola del siglo XVIII—. La producción y la productividad aumentaron enormemente. Un siglo después, en la década de los años setenta del siglo XIX, se produjo una saturación de mercados y una subida de precios de las materias primas, lo que provocó una crisis de crecimiento, que tuvo como consecuencia una segunda expansión colonial hacia América Latina y hacia Asia, algo menos hacia África, con un reparto de colonias tan desafortunado en África y en Asia que provocó el estallido de la Primera Guerra Mundial entre las grandes potencias coloniales, principalmente los imperios alemán y austrohúngaro contra Inglaterra y Francia. 3) El capitalismo financiero tuvo su semilla en el siglo XIX, pero se desarrolló a lo largo del xx. Constituyeron su eje vertebrador las bolsas donde se compraban acciones de empresas. Su primera gran crisis se produjo con la caída de los valores de la bolsa de Wall Street, Nueva York, en octubre de 1929, una crisis que se expandió por Estados Unidos y Europa, y que provocó la subida del nacionalsocialismo al poder en Alemania y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, acumulando al mismo tiempo algunos problemas coloniales mal resueltos tras la Primera Guerra Mundial. Su segunda gran crisis estalló en 2008. 4) Finalmente, el capitalismo informacional acaba de nacer hace apenas una década. Su eje vertebrador es la comunicación global. El sistema capitalista tiene su fundamento filosófico en el liberalismo de finales del siglo XVIII (Adam Smith), que promueve las libertades del individuo. El planteamiento teórico del capitalismo es extremadamente simple: hay libertad de mercado. Cada agente económico puede producir, vender o comprar lo que quiera. Los precios se regulan por sí solos con la ley de la oferta y la demanda. El Estado no debe intervenir en economía, como no sea simplemente para delimitar unas mínimas reglas de funcionamiento del sistema. El capitalismo se mostró pronto como un sistema apto para generar riqueza, pero torpe para distribuirla. Esto es especialmente cierto en el caso del capitalismo industrial, que es el que más páginas de pensamiento social cristiano ha llenado. La libertad de mercado, la emprendeduría —neologismo para definir el carácter emprendedor del sistema, donde cualquier persona puede crear y desarrollar una empresa—, la libre competencia, han sido elementos que han generado mucha riqueza, pero esta ha recaído en quien había puesto el capital, y no en quien había puesto el trabajo. El resultado ha sido la desigualdad global más grande de la historia de la humanidad. 

2. Luces y sombras del socialismo 

Entre los muchos críticos del capitalismo que hubo a lo largo del siglo XIX, no cabe duda de que fue Karl Marx la verdadera bestia negra del sistema. Dedicó años a analizar el capitalismo en el marco de una filosofía hegeliana de la historia, pero dándole la vuelta al sistema de Hegel, que según Marx estaba cabeza abajo, porque Hegel afirmaba que el Espíritu (esto es, el orden del conocimiento, de la ciencia, de las ideas) es lo que hace que las civilizaciones se sucedan unas a otras con una lógica dialéctica de tesis, antítesis y síntesis, siendo la tesis el conocimiento que aporta una civilización; la antítesis, aquello a lo que esta no logra hacer frente; y la síntesis, el surgimiento de una nueva civilización que recoge tanto la tesis como la antítesis, una civilización que, a su vez, perecerá años más tarde ante una nueva antítesis, que a su vez dará lugar a una nueva síntesis —otra civilización—. Marx dijo que el sistema de Hegel estaba cabeza abajo —porque Hegel afirmaba que era el conocimiento lo que movía la historia—, y que lo que había que hacer era darle la vuelta y ponerlo con los pies en el suelo, esto es, sostenido en la economía, en lo infraestructural. Es la economía, o sea, los modos de producción, lo que hace avanzar la historia. Según Marx, la historia es una sucesión dialéctica de modos de producción, donde cada uno de ellos (tesis) genera su propia contradicción (antítesis), a la que no puede hacer frente, y por la que perece, dando lugar a un nuevo modo de producción (síntesis). Marx consideraba que los modos de producción que había habido hasta el siglo XIX eran, por este orden, el asiático, el antiguo, el feudal y el capitalista, y anunció que los que vendrían luego serían el socialista y el comunista. Fin de la historia. Enorme contradicción de la lógica dialéctica, que debería afirmar que la historia no se detendrá nunca. Marx no quiso esperar a que llegase el socialismo, cosa que tendría que empezar en un país muy desarrollado —probablemente, Gran Bretaña o Alemania— para luego ir extendiéndose por todo el mundo. Afirmó que había que acelerar el proceso, lo que suponía acentuar las contradicciones del capitalismo para que llegara pronto el socialismo, lo cual acabó sucediendo en Rusia —país, por cierto, muy poco desarrollado industrialmente— de la mano de los bolcheviques liderados por Lenin, Stalin y Trotski. El socialismo también es de planteamientos simples: el Estado controla toda la economía. En lugar de dejar que sean los agentes libres —personas o empresas— quienes decidan qué quieren producir, comprar o vender, y en lugar de dejar que se pongan de acuerdo entre ellos en los precios, el socialismo opta por la planificación centralizada a fin de que el Estado asuma toda la responsabilidad de la vida digna de todos los ciudadanos. El Estado, a través de sus planes quinquenales —planes económicos a cinco años vista—, lo decide todo: lo que se produce, quién lo produce, cómo se distribuye, a qué precio se vende. No puede fallar nada. Si hay ligeros errores, se retocan en el siguiente plan quinquenal. El socialismo acabó con la pobreza, pero también con la libertad. El problema reside en que la vida solo con pan no llega a ser humana: la libertad es esencial. Este fue el mayor error que cometió Marx, y que reprodujeron sus seguidores Lenin, Stalin y Trotski, y que intentaron corregir los socialdemócratas. Con la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, todo el sistema se fue al traste. Hacía años que se aguantaba solamente con alfileres. Por el camino había dejado un reguero de multitudes de personas encarceladas en Siberia o directamente ejecutadas por no someterse a los dictados del sistema. El socialismo fue la gran esperanza y el gran fracaso del siglo XX. 

3. Críticas del pensamiento social cristiano a ambos sistemas 

A finales del siglo XIX, ante el enorme desarrollo del sistema capitalista industrial —visto como algo muy nuevo y moderno— y ante la amenaza del socialismo —que estaba madurando como proyecto—, el papa León XIII se sintió moralmente obligado a escribir acerca de estos dos sistemas. En su famosa encíclica de 1891, Rerum Novarum, que significa «acerca de las cosas nuevas», siendo las «cosas nuevas» el capitalismo y el socialismo, León XIII no se pronunció a favor de un sistema frente al otro, que es lo que muchos esperaban que hiciera, sino que criticó ambos por inhumanos. Mostró que las filosofías que contenían uno y otro sistema, así como alguno de sus pilares técnicos, eran difícilmente conciliables con la fe cristiana. Veamos qué dijo acerca de cada uno de ellos. 

3.1. Crítica del socialismo. León XIII, en la Rerum Novarum, inicia su reflexión mostrando que la situación en que se encuentran los trabajadores de las fábricas es indigna: [...] es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregado a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no solo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios (RN, 1). Resulta curioso que, acto seguido, antes de haber analizado críticamente el capitalismo, el papa critique el socialismo, todavía no existente como sistema histórico, sino tan solo como proyecto revolucionario. Al socialismo lo juzga duramente por su pretensión de suprimir la propiedad privada: Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones (RN, 2). El socialismo quería suprimir la propiedad privada de los medios de producción, no así la de los bienes de consumo, porque en ese sistema se consideraba que todo el proceso productivo tenía que estar controlado por el Estado. El papa considera inaceptable este punto, dado que la propiedad es un derecho natural —tal como hemos visto en la tercera lección, acerca de la propiedad— que ningún Estado tiene derecho a retirar, aunque sí a estructurar socialmente. El papa advierte que, aun cuando parezca que la supresión de la propiedad privada va a beneficiar a las clases obreras frente a la clase capitalista, tal medida perjudicará también a los trabajadores. El trabajador tiene derecho a la propiedad, fruto de su trabajo: Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien, cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo (RN, 7). El papa León XIII critica también la apuesta del socialismo por la revolución violenta como medio para lograr un radical cambio de estructuras económicas. Nosotros hemos conocido la socialdemocracia —o socialismo democrático—, pero no podemos olvidar que durante un siglo entero el proyecto socialista fue revolucionario, o sea, que apostaba por el derrocamiento violento de la clase burguesa, el despojo de sus propiedades, la ejecución o encarcelamiento de muchos empresarios, la nacionalización de las empresas y la dictadura del proletariado. Este era el proyecto de Marx, y así se llevó a cabo en la URSS, en los demás países de la Europa del Este, en China, en Cuba y en Corea del Norte. Por ello, el papa invita a los obreros a «abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones» (RN, 14). Cuarenta años después, en 1931, el papa Pío XI defiende en Quadragesimo Anno, que tanto el capital como el trabajo son necesarios para la actividad económica: de nada sirve que uno se imponga sobre el otro; deben vivir en armonía. El papa Pío XI apuesta por una reforma de las instituciones y por una reforma de las costumbres. Armonía entre clases, en lugar de lucha de clases. 

3.2. Crítica del capitalismo. No obstante, el papa León XIII, no defiende en absoluto al capitalismo. En primer lugar, critica el hecho de que en este sistema, los proletarios sean de facto ciudadanos de segunda categoría, cuando de iure son ciudadanos normales con los mismos derechos que pueda tener cualquier otro ciudadano: Pero ha de tenerse presente también, punto que atañe más profundamente a la cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos, es decir, partes verdaderas y vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir que en toda nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo atender a una parte de los ciudadanos y abandonar la otra, se sigue que los desvelos públicos han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase proletaria; y si tal no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe sabiamente santo Tomás: así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así lo que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte. De ahí que entre los deberes, ni pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva (RN, 24). Así, en el capitalismo, de hecho solo gozan del derecho de propiedad los capitalistas, no así los trabajadores, cuyo salario es tan bajo que les impide acceder a la propiedad. Por ello, el papa promueve salarios justos, que den acceso a todos los trabajadores a gozar de la propiedad, fruto de su trabajo: Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir constituyendo un pequeño patrimonio. [...] Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad (RN, 33). En el pensamiento social cristiano se afirma que el hombre no debe sentirse el último propietario de los bienes, sino más bien su administrador. Dado que espontáneamente el sistema de libre mercado no trae vida digna para todos, sino que premia a los capitalistas y castiga a los trabajadores, León XIII defiende la intervención del Estado para garantizar el acceso de todos a la propiedad, pero solo con dos objetivos: 1) la defensa de la propiedad, y 2) la defensa de los desfavorecidos, de los que carecen de propiedad. En concreto, el papa no cree que el trabajo deba quedar sometido a los vaivenes del mercado: el Estado tiene que intervenir para imponer salarios justos. El papa defiende también el derecho a la libre asociación, aunque pref iera las corporaciones interclasistas —empresarios y obreros unidos— a los sindicatos horizontales —obreros unidos frente a la patronal—: Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto (RN, 39). Cuarenta años después, en 1931, en la Quadragesimo Anno, Pío XI es aún más duro en su crítica del capitalismo de lo que lo había sido León XIII. Llega a calificarlo de «dictadura económica» (QA, 105) por su lógica tendencia a los monopolios, que hacen imposible el libre mercado. Pío XI considera que el capitalismo ha introducido en la vida humana costumbres insanas, como la insaciable sed de riquezas y de bienes temporales (QA, 132), que constituyen la perversión de todo el sistema económico. Por ello, decíamos, propone una reforma de las costumbres; concretamente, apuesta por la moderación y por la caridad. 3.3. Ni uno ni otro Los documentos de la doctrina social de la Iglesia fueron confirmando estas intuiciones iniciales de Rerum Novarum. La crítica de ambos sistemas, capitalismo y socialismo, ha sido constante porque cada uno de ellos se ha mostrado claramente inhumano. Prueba de ello es que en 1931 el papa Pío XI quiso conmemorar los cuarenta años de aquella primera encíclica con la publicación de otra encíclica social, la Quadragesimo Anno, que ya hemos mencionado, en cuya redacción tuvo un papel protagonista el teólogo y economista católico Oswald von Nell-Breuning. Si la Rerum Novarum había sido escrita en plena expansión de la Revolución Industrial, en pleno triunfo del capitalismo, la Quadragesimo Anno fue escrita en plena crisis del capitalismo, como consecuencia del crac bursátil de 1929, y en plena expansión del socialismo soviético ruso, con su primer plan quinquenal en funcionamiento (1928-1932). Aquí ya se veían las consecuencias negativas de uno y otro sistema: 1) Acerca del capitalismo. A las consecuencias negativas ya divisadas en este sistema a finales del siglo XIX, se sumaban ahora las consecuencias por la locura que puede llegar a constituir el capitalismo financiero sin control estatal alguno. 2) Acerca del socialismo. A las objeciones teóricas apuntadas ya a finales del XIX, se sumaba ahora, tras catorce años de dictadura soviética rusa, la constatación de la pérdida de libertad individual que comportaba el socialismo. Ni León XIII ni los papas posteriores se propusieron presentar un sistema económico alternativo. No obstante, sus encíclicas, en particular Rerum Novarum y Quadragesimo Anno, pusieron los fundamentos para el sistema económico que acabaría siendo el gran descubrimiento del siglo XX en este terreno: la economía social de mercado. 

4. Origen cristiano de la economía social de mercado 

La doctrina social de la Iglesia, y en general el pensamiento social cristiano, tuvo un importante papel en el origen de la teoría acerca de la economía social de mercado, concretamente, con las aportaciones de Oswald von Nell-Breuning, Gustav Gundlach y Arthur Fridolin Utz1. Estos economistas cristianos vieron en los documentos pontificios dos principios que podían constituir el eje de un nuevo sistema económico que superara los males del capitalismo y del socialismo. 

4.1. Principio de subsidiariedad. El principio de subsidiariedad tiene su origen en la afirmación de la libertad individual propia del liberalismo, pero concebida no en términos absolutos, sino articulada socialmente como una red de múltiples libertades individuales que requiere de una eventual intervención del Estado. Se afirma, por tanto, que existe la libertad individual como derecho natural, pero esto no lleva a un individualismo típico del liberalismo, sino que se acepta que el Estado podrá intervenir cuando la libertad individual se encamine hacia flagrantes injusticias sociales. ¿Por qué se lo llama a esto principio de subsidiariedad? En la antigua Roma, se recurría en algunas batallas al denominado subsidium. El subsidium era una parte del ejército que se mantenía agazapada durante la batalla, sin intervenir en esta. Si la batalla iba bien para la legión romana, el subsidium no llegaba a intervenir y regresaba al campamento sin haberse estrenado. En cambio, si la victoria se le resistía a la legión, entonces el general daba orden al subsidium de intervenir, lo que suponía la entrada de una tropa fresca y con fuerzas, que hacía cambiar el signo de la batalla. Por tanto, el subsidium estaba preparado para el combate, pero solo intervenía si era necesario. Esta es la idea que se sigue en varios deportes, como el fútbol, donde los suplentes están en el banquillo, preparados para entrar en el terreno de juego solo si el entrenador lo considera necesario. En la economía social de mercado, el Estado tiene la función del subsidium, lejos del ausente Estado capitalista y también del omnipresente Estado socialista. El Estado está preparado para intervenir en economía si eso fuera necesario, por lo que debe cobrar impuestos y estar dotado de 1. Aquí seguiremos de cerca varios estudios y conferencias de Eugenio Recio, profesor emérito de ESADE, Universidad Ramon Llull (especialmente Recio, 2009; para los demás estudios, ver Bibliografía). estructuras de intervención, pues sería imposible intervenir si no se estuviera preparado para ello, como el reserva de fútbol no está en su casa viendo el partido por la tele, sino en el estadio, sentado en el banquillo, con la ropa de deporte puesta, a punto para entrar en juego en cuanto se lo ordene el entrenador. En este sistema, a diferencia del capitalismo, el Estado no da total libertad de mercado, de modo que se puedan producir enormes desigualdades, o un alarmante desempleo; por otro lado, a diferencia del socialismo, en este sistema, el Estado no lo controla todo, sino que da libertad a los agentes económicos. En definitiva, da libertad, pero se mantiene vigilante para intervenir si hace falta. ¿Cuál es, entonces, el criterio de intervención del Estado? El principio de solidaridad. 

4.2. Principio de solidaridad. El término solidaridad es la variante moderna del concepto de fraternidad, que constituía el tercer elemento del grito de la Revolución francesa: Libertad, igualdad, fraternidad. La idea de fraternidad universal es cristiana: todos somos hijos de Dios, y por ello todos somos hermanos. Esta idea contiene dos puntos: 1) lo humano es más importante que la pertenencia a uno u otro colectivo humano, ya sea este nacional, racial, religioso, étnico, profesional o ideológico, y 2) el otro (esto es, aquel que es distinto de mí y de los míos) es, de alguna manera, un miembro de mi familia, por lo que sus problemas me afectan. Así como yo, si supiera que mi madre ha ingresado en estado grave en el hospital, saldría disparado hacia allí para ver cómo está, para acompañarla y ver qué puedo hacer por ella, así también, de manera análoga, si sé que ha habido un terremoto en Haití, me preocuparé por el bienestar de los haitianos, aun cuando no conozca a ninguno de ellos personalmente, dado que la humanidad entera es una familia, en la que todos somos hermanos, hijos de Dios. A finales del siglo XVIII, la Ilustración adoptó esta idea de fraternidad, pero ya no en categorías religiosas, sino solo civiles. Precisamente por ello, circunscribió la fraternidad a la ciudadanía en lugar de mantenerla en el universo de la humanidad: «todos los ciudadanos del mismo país somos de algún modo hermanos», lo cual supone un cierto reduccionismo del humanismo cristiano. No obstante, fue un primer paso, que acabaría llevando a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, tal como hemos visto en la segunda lección. A finales del siglo XX e inicios del XXI, el término fraternidad, tanto en español como en otros idiomas cercanos al nuestro, como puedan ser el inglés (fraternity), el francés (fraternité), el italiano (fraternità), el portugués (fraternidade) o el alemán (Brüderlichkeit), entró en desuso, al menos en el terreno de lo social y de lo político. Le tomó el relevo el término solidaridad: solidarity, en inglés; solidarité, en francés; solidarità, en italiano; solidariedade, en portugués; Solidarität, en alemán. En la línea de lo dicho en relación a la fraternidad, la solidaridad hace que unos debamos preocuparnos por los otros, especialmente por los más desfavorecidos. El pensamiento social cristiano afirma que un buen sistema económico será aquel que no genere víctimas, y en caso de que no logre evitarlo, que cree sistemas estructurales de atención especial hacia esas víctimas para que dejen de serlo. La solidaridad intenta hacerse cargo de los desechos del mercado. Aunque tendamos a pensar que el mercado satisface necesidades, esto no es cierto. El mercado satisface demanda solvente, no necesidades humanas. En el mercado se vende aquello que alguien desea tener y por lo que está dispuesto a pagar. Un solo rico que desee un coche carísimo, lo obtendrá en el mercado sin problema, mientras que 2 600 millones de pobres que deseen vivienda digna, comida sana, agua potable y escuela básica se quedarán sin obtener nada de esto en el mercado por no tener dinero para pagarlo. Al no satisfacer el mercado necesidades, dado que solo se rige por la ley de la oferta y la demanda, y dado que permanece ciego ante cualquier cosa que no sea esto, surge la solidaridad, o sea, la acción desinteresada de personas para ayudar a las víctimas del sistema. Esta solidaridad puede ser vehiculada a través del Estado social en la economía social de mercado, o a través de la caridad privada —donaciones altruistas a cambio de nada— en el capitalismo. 5. Estructura ideológica Aunque parezca paradójico, la economía social de mercado tuvo una doble fundación histórica: cronológicamente hablando, su primer origen reside en los Estados Unidos, en los años 1930, con el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt, inspirado en las teorías del economista británico John M. Keynes; y el segundo reside en Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial, como intento de elaboración de un sistema nuevo, más justo que los anteriores, capitalismo y socialismo. La diferencia entre estos dos orígenes, en Estados Unidos y en Europa, está en el hecho de que en América, el sistema se adoptó como medida excepcional para salir de la enorme crisis de los años treinta, resultado del crac bursátil de 1929, sin ánimo de reinventar un sistema radicalmente nuevo, mientras que en Europa, particularmente en Alemania, la voluntad fue decididamente la de emprender algo nuevo y duradero, como así fue, de hecho, durante lo que podríamos denominar dulce era Keynes, años cincuenta, sesenta y setenta, hasta la crisis del petróleo y la llegada de las políticas neoliberales procedentes de la Escuela de Chicago. Los principales representantes de esta escuela fueron Milton Friedman —Premio Nobel de Economía en 1976— y George Stigler —Premio Nobel de Economía en 1982—, cuyas teorías fueron implementadas en las políticas económicas de la primera ministra británica Margaret Thatcher y del presidente norteamericano Ronald Reagan, en la década de los ochenta. De este es aquella famosa frase: «in this present crisis, government is not the solution to our problem; government is the problem» («en la crisis actual, el Estado no es la solución a nuestros problemas; el Estado es el problema»). De hecho, el primer líder occidental en implementar estas políticas fue el dictador chileno Augusto Pinochet, en los años setenta. Milton Friedman se sintió orgulloso de las políticas económicas de este dictador, y las llegó a denominar sin rubor «el milagro chileno», un milagro que produjo un importante incremento del PIB, sí, pero también unas desigualdades sociales enormes. La economía social de mercado, instaurada de manera estructural en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, quiso dejar atrás dos sistemas económicos que había habido en Europa y que se consideraban desacertados: En primer lugar, se evitó el liberalismo extremo de la doctrina del laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar, o sea, libertad total de producción y de comercio), porque, como ya hemos dicho, se había visto que el mercado miraba hacia otro lado cuando había problemas humanos de calado: pobreza, paro, trabajadores mal pagados, condiciones laborales indignas, etc. Y en segundo lugar, se evitó igualmente la desafortunada planificación económica del nacionalsocialismo alemán y del socialismo soviético, dado que suponía una alarmante falta de libertad y de creatividad para la ciudadanía. La economía social de mercado intentó vincular el principio de la libertad de mercado con el de la compensación o equilibrio social. El término economía social de mercado (Sozialen Marktwirtschaft) fue acuñado en Alemania en 1946. El primer principio que vertebra la economía social de mercado es el de la libertad del individuo como un valor en sí, expresión de la dignidad y de la autorresponsabilidad de la persona humana (Recio, 2009: 22). Es un principio típicamente liberal, que era formulado en estos términos por el político alemán Ludwig Erhard, en 1958: «El ideal que proponemos se basa en la fortaleza que permite que diga cada uno ‘Yo quiero valerme con mis propias fuerzas, quiero soportar por mí mismo el riesgo de la vida, quiero ser el responsable de mi destino’» (cit. en Recio, 2009: 22). El segundo principio es el de la apertura a los demás y la sensibilidad social (Recio, 2009: 23), esto es, la apertura al otro social, que consiste en la vinculación de la persona con la comunidad. Es el principio que antes hemos denominado de solidaridad. En la economía social de mercado, el Estado asume la responsabilidad social que deriva de este principio y trata de proteger a las posibles víctimas del sistema. No llega a la intromisión, a menudo agobiante, del Estado socialista, pero tampoco mira hacia otro lado cuando hay un problema social de calado. Ahora bien, esto tiene, sí, una gran ventaja, pero también dos importantes desventajas. La ventaja consiste en que la ciudadanía se siente protegida por el Estado. Por ejemplo, si se me tiene que hacer una operación de alto riesgo, yo sé que no me va a costar nada, ya que la va a pagar el Estado. En cambio, en un sistema liberal, o me la costeo yo, o me quedo sin intervención quirúrgica. Y estas son las dos desventajas: 1) Los ciudadanos tienen que pagar muchos impuestos para mantener ese Estado, y eso duele en el bolsillo, dificulta la emprendeduría, y sitúa las empresas de los países con economía social de mercado en situación de desventaja en relación con las empresas de países con sistema liberal, que pagan menos impuestos, por lo que colocan sus productos en el mercado global a un precio más barato. Y 2) el Estado social infantiliza a la ciudadanía. Los ciudadanos, ante los problemas, no toman decisiones, sino que esperan que el Estado haga algo. A la larga, esta infantilización de la ciudadanía se paga cara, dado que el Estado tiene que solventar absolutamente todos los problemas —seguridad, infraestructuras, salud, educación, medio ambiente, etc.—, y eso acaba resultando muy costoso. Eugenio Recio resume en seis puntos las características de la economía social de mercado (cf. Sols, Florensa y Camprodon, 2009: 84-85; cf. Recio, 2009: 24-27): 1. Se respeta el libre mercado de competencia, en el que existe la propiedad privada de los medios de producción. 2. Se lleva a cabo una adecuada política social. Se requiere la intervención del Estado con una legislación social para aquellos casos en los que el mercado no logre resolver los problemas sociales o económicos. 3. Hay una política de coyuntura que compensa los desequilibrios inevitables que aparecen en todo mercado libre, como pueden ser las f luctuaciones en el empleo y en la balanza de pagos, evitando sus graves consecuencias económicas y sociales. 4. Se sigue una política de crecimiento económico que implica la creación de las condiciones jurídicas y de las infraestructuras necesarias para un desarrollo sostenible, de manera que se pueda dar una innovación en el aparato productivo. 5. Una adecuada política estructural debe ofrecer ayudas a los sectores o regiones en los que el mercado no funcione correctamente por razones naturales, técnicas o de otro tipo. 6. Resulta imprescindible una armonización coherente de todos los principios, objetivos e instrumentos utilizados en las políticas económicas y sociales. Con la dulce era Keynes se tuvo la sensación de que se había llegado al f inal de la historia. En toda la historia de la humanidad nunca un sistema económico había sido tan justo, tan democrático, tan innovador; nunca los derechos humanos habían sido tan respetados. No obstante, el impacto de las políticas neoliberales y la llegada de la globalización, fruto de la caída del muro de Berlín, después de lo cual ya no hay dos sistemas en el mundo —guerra fría—, sino uno solo, han puesto en serio peligro la economía social de mercado. La razón es muy sencilla. La economía social de mercado requiere que haya un Estado con capacidad para intervenir en la economía cuando sea necesario, pero la economía ya no es nacional, sino global, y no hay ningún Estado global, ninguna estructura política democrática global, con capacidad ni tampoco legitimada para intervenir en la economía transnacional. Con ello, hemos vuelto a la jungla del capitalismo salvaje, a la idea de que el mercado, ahora global, lo resuelve todo. Y la historia ya nos ha mostrado varias veces que el mercado resuelve varias cosas, pero también que provoca grandes problemas. La última vez ha sido la gran crisis de 2008, todo hay que decirlo, con la connivencia de los Estados. 

6. La irrupción del neoliberalismo global 

No podemos acabar esta lección sin explicar por qué surgió el neoliberalismo precisamente en Chicago, y por qué precisamente en los años setenta. A aquella ciudad, concretamente, a la Universidad de Chicago, emigraron varios intelectuales austríacos de prestigio, que huían del nazismo y de la guerra. Los más conocidos fueron Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper, Peter Drucker y Ludwig von Mises. En Europa habían conocido de cerca dos pésimos ejemplos de Estados excesivamente intervencionistas en lo económico: la URSS y el nacionalsocialismo alemán. Llegaron a Estados Unidos, especialmente los economistas Hayek y Von Mises, con la convicción teórica de que el Estado era un enemigo de la buena economía, por lo que en sus clases de la universidad formaron a los futuros Chicago Boys, jóvenes economistas convencidos de que lo mejor que podía hacer el Estado en economía era no intervenir. Estos jóvenes economistas promovieron el regreso al liberalismo puro —por lo visto, el crac del 29 ya quedaba muy lejos en el tiempo—, y criticaron con dureza el estado del bienestar por caro y por paternalista. No eran conscientes de que sus maestros austríacos no habían huido del estado del bienestar, que nunca habían conocido, sino del Estado soviético y del Estado nacionalsocialista. Se equivocaron de enemigo: dispararon contra el estado del bienestar creyendo hacerlo contra el socialismo soviético. Las consecuencias no pudieron ser más funestas. ¿Por qué? Veámoslo. Al seguir esta teoría neoliberal, importantes políticos occidentales como Margaret Thatcher en el Reino Unido, Ronald Reagan, George Bush padre y George Bush hijo en los Estados Unidos, José María Aznar en España y Silvio Berlusconi en Italia, entre otros, estos dirigentes fueron quitándole músculo al Estado, y fueron dejando la economía en manos del mercado. En los años noventa y en la primera década del siglo XXI, el mercado, libre de la vigilancia de los Estados, se descontroló y creó burbujas inmobiliarias y financieras enormes. Cuando estas burbujas estallaron en el año 2008, el mercado no tenía mecanismos para hacer frente a la crisis, por lo que la sociedad se giró hacia el Estado pidiéndole que resolviera los problemas, pero el Estado estaba debilitado por casi treinta años de neoliberalismo, y se mostró incapaz de resolver la situación. Unos débiles Estados nacionales no han podido con una gigantesca economía liberal global. Hemos recogido lo que sembraron los neoliberales. El desastre ha sido descomunal (cf. Judt, 2012: 94-107). 

7. Conclusión 

No cabe duda de que el papel de la doctrina social de la Iglesia en la creación de la economía social de mercado, con su consiguiente estado del bienestar, constituye un episodio sumamente interesante en la historia del pensamiento social y económico contemporáneo. Ninguno de los papas que publicó encíclicas sociales tenía interés alguno en diseñar un nuevo modelo económico, porque no era esa su misión. Ellos solo querían aportar luz al carácter humano o inhumano de los sistemas vigentes, así como también de los proyectos históricos en construcción, para lo cual desarrollaron una crítica sumamente pertinente, una crítica que tuvo la gran virtud de no caer en la trampa del «o capitalismo o socialismo»: si vas contra uno, entonces eres del otro. Los diversos papas criticaron uno y otro sistema, y mostraron cómo uno y otro presentaban importantes puntos de violación de la dignidad humana. Fue un grupo de economistas alemanes, todos ellos cristianos, la mayoría católicos pero también algunos protestantes, los que vieron en el discurso crítico de los papas la semilla de un nuevo sistema, la economía social de mercado, considerado por algunos como un sistema realmente nuevo, y por otros, una simple reforma del capitalismo. En cualquier caso, este nuevo sistema abrió una de las etapas más confortables de la historia de la humanidad, la dulce era Keynes, que entraría en crisis con la irrupción del neoliberalismo global propugnado por los Chicago Boys.