miércoles, 12 de marzo de 2014

DE LA VIOLENCIA ESTRUCTURAL A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 


1. Introducción 

En nuestro libro Atrapados en la violencia. ¿Hay salida? (Sols, 2008), presentamos ampliamente la postura del pensamiento social cristiano acerca de la violencia y de la paz. En esta quinta y última lección seguiremos de cerca aquel libro en varios momentos, y añadiremos algunas reflexiones importantes acerca de la reconciliación política, que trabajamos en publicaciones posteriores, como son «El pensamiento de Ellacuría en torno a la reconciliación» (Sols, 2011a) y «El pensamiento de Ignacio Ellacuría acerca de procesos históricos de reconciliación política. Análisis de siete conceptos: conflicto, violencia, causa, diálogo, pacificación, paz, reconciliación» (cf. Sols y Pérez, 2011)1. En primer lugar, veremos cómo surge la violencia en la vida humana, y cómo esta es un método inadecuado de resolución de conflictos, porque los resuelve mal y porque es causa de futuros conflictos. En segundo lugar, hablaremos del horizonte de la paz. La paz no es un paréntesis entre dos conflictos violentos, sino que es, debería ser, el modo habitual de vida del ser humano. Por ello nos referimos a una paz justa, a un orden que incorpore la justicia social y económica. Finalmente, hablaremos de la transición de la violencia a la paz, esto es, de la reconciliación política como camino adecuado para construir un sistema justo y pacífico tras un período de violencia bélica o estructural. 1. En algún caso, tomaremos frases literales de estos estudios nuestros, que quedan citados en adelante. 87CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO 2. La violencia, un método inadecuado de resolución de conflictos La violencia tiene un componente biológico contra el que nada podemos hacer. A este componente biológico lo denominamos agresividad (cf. Sols, 2008: 21-23). Bien, algo sí podemos hacer. En primer lugar, la cultura puede domesticar lo biológico, aunque difícilmente controlarlo completamente; prueba de ello es la larguísima historia de violencia que el ser humano lleva a sus espaldas. Y en segundo lugar, es posible que la investigación genética llegue algún día a controlar el posible gen de la violencia; no parece probable, pues es difícil imaginar al hombre sin su componente agresivo, que le proporciona un sinfín de cosas positivas: capacidad de superación, de lucha, de hacer frente a la adversidad. Si se llegara a este punto, tendríamos serios problemas, tanto de orden antropológico como moral, que no podemos esbozar aquí. Cuando decimos que la agresividad es biológica, queremos expresar que el ser humano pertenece de manera natural a las especies denominadas agresivas, que se caracterizan por la capacidad de hacer frente a la adversidad mediante la fuerza, en particular, en tres supuestos: la necesidad de obtener alimento, la defensa del territorio y la protección de los cachorros. La necesidad de obtener alimento. La leona necesita correr, cazar a su presa y matarla para poder comer y para dar de comer a sus cachorros. No puede esperar a que la presa se ofrezca voluntariamente a ser devorada. El ser humano lleva también esta información genética. No puede esperar a que la comida llegue por sí sola a su plato, sino que debe esforzarse para traerla: salir a cazar, cultivar, cuidar del ganado, construir una industria alimentaria. La defensa del territorio. El ser humano forma parte de esas especies cuyos miembros necesitan tener un territorio como propio. Al animal que osa entrar en ese territorio se lo repele por la fuerza. El ser humano ha traducido antropológicamente este rasgo biológico en la idea de propiedad, tal como ya hemos estudiado en nuestra tercera lección. El ser humano necesita apropiarse de cosas para vivir; necesita saber que hay algo que es suyo. No puede consentir que se le arrebate la propiedad. La reacción al intento de robo puede ser agresiva. La protección de los cachorros. El ser humano, como la leona, como la gata, protege a sus cachorros, a los miembros débiles de su manada. Esta defensa puede ser enormemente agresiva. La necesidad de obtener alimento da lugar históricamente a las revoluciones sociales; la defensa del territorio, a las guerras entre naciones; y la protección de los cachorros puede dar lugar también a revoluciones 88DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA sociales, a guerras defensivas, y a la justificación del derecho a ejercer la violencia por parte de los cuerpos de seguridad y de la justicia. Por todo ello, cuando nos situamos en el orden biológico de la violencia, en aquello que hemos denominado agresividad, no podemos hablar propiamente de moral, dado que la moral comporta libertad, y no siempre es posible ejercer la libertad cuando se están activando mecanismos biológicos de componente genético. Por ello diferenciamos violencia de agresividad. Si la agresividad es un rasgo biológico del ser humano, compartido con otras muchas especies, la violencia, en cambio, es el uso de la fuerza, fruto de la libertad, para hacer daño a otro ser humano. No consideramos propiamente violencia ni el accidente inevitable —matar a alguien que cruzaba la calle por no haber tenido nosotros los reflejos suficientes a la hora de frenar el coche—, ni tampoco la agresividad biológica —una madre que agreda al secuestrador de su bebé en el momento mismo del rapto—. Hay dos definiciones de violencia (cf. Sols, 2008: 17-21). Una pivota sobre la idea del impacto físico que un ser humano provoca en otro mediante un puñetazo, una puñalada, un disparo o un empujón al vacío. Esta definición acentúa el carácter interpersonal, físico, corporal de la violencia. En esta corriente, John Keane afirma que violencia es «el ejercicio de la fuerza física contra una persona, a la que se interrumpe o molesta, se estorba con rudeza y malos modos o se profana, deshonra o ultraja. [...] El término se entiende mejor cuando se define como aquella interferencia física que ejerce un individuo o un grupo en el cuerpo de un tercero, sin su consentimiento, cuyas consecuencias pueden ir desde una conmoción, una contusión o un rasguño, una inflamación o un dolor de cabeza, a un hueso roto, un ataque al corazón, la pérdida de un miembro e incluso la muerte» (Keane, 2000: 61-62). La otra definición pivota sobre la idea de violencia como sustracción de realidad fruto de la libertad, como diferencia entre lo que hay y lo que podría haber. En esta línea están Johan Galtung e Ignacio Ellacuría. Galtung concibe la violencia como «la causa de la diferencia entre lo potencial y lo actual, entre lo que podría ser y lo que es» (Galtung, 1975: 111). Forma parte de la violencia todo aquello que nos quita vida, salud, y que es fruto de la acción libre del ser humano. Galtung pone un buen ejemplo: «si una persona muriera de tuberculosis en el siglo XVIII, difícilmente a eso se lo podría considerar violencia, por el hecho de haber sido una muerte inevitable, pero si muere de la misma enfermedad hoy, a pesar de los recursos médicos que hay contra ella en el mundo, en ese caso, la violencia es acorde con nuestra definición» (Galtung, 1975: 111). Esta definición de Galtung, iluminada por el ejemplo 89CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO de la tuberculosis en el siglo XVIII y a finales del XX, introduce la idea de violencia estructural, muy presente en el pensamiento de Ellacuría y en general en el de los teólogos de la liberación, que los documentos oficiales tardaron en aceptar, con la excepción de la II Conferencia de Obispos Latinoamericanos, que tuvo lugar en Medellín, Colombia, en 1968, donde se afirmó que la injusticia socioeconómica es una «violencia institucionalizada» (Segunda Conferencia, 1968, cap. II, n. 16). Violencia estructural es todo aquel sistema social, económico o político que atenta contra la vida humana, tanto en lo físico —por ejemplo, la pobreza— como en el orden de la dignidad —por ejemplo, la falta de libertad—. Articulando ambas definiciones, llegamos a una tercera, nuestra, de carácter sintético: «violencia es la agresión que recibe una persona o un grupo de personas por parte de otra persona o de otro grupo de personas, directamente o a través de una estructura social, con conciencia refleja por parte del sujeto agresor, que causa un daño físico de mayor o menor grado en el sujeto agredido, que puede ir desde el dolor puntual hasta la muerte» (Sols, 2008: 20). El punto sensible de esta definición nuestra reside en la expresión «con conciencia refleja por parte del sujeto agresor». Aunque pueda resultar algo incómoda esta formulación, la mantenemos: si no hay conciencia alguna del daño causado, entonces no podemos hablar propiamente de violencia. Ahora bien, con los mil recursos de comunicación que hoy tenemos, resulta difícil afirmar que «no lo sabíamos». Sabemos que hay pobres, sabemos que hay guerras, sabemos que la ropa que llevamos está siendo fabricada en talleres que violan los derechos humanos. Lo sabemos perfectamente, pero miramos hacia otro lado. 3. La violencia estructural: sistemas socioeconómicos injustos La violencia estructural es la mayor de las violencias, aunque quizás no sea la más espectacular. No cabe duda de que llama más la atención el bombardeo de aviones militares a una ciudad en tiempo de guerra, o la bomba atómica, o un campo de concentración; sin embargo, el sistema económico presente produce muchas más muertes al final de una década que la peor de las guerras. También produce más dolor. No obstante, podemos contar el número de muertes, pero es difícil cuantificar el dolor. Ignacio Ellacuría calificó de violencia estructural un sistema económico, social o político que violase de manera sistemática los derechos humanos: «la violencia originaria es la injusticia estructural, la cual mantiene violentamente —a través de estructuras económicas, sociales, polí90DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA ticas y culturales— a la mayor parte de la población en situación de permanente violación de sus derechos humanos» (Ellacuría, 1993: 169). El capitalismo, que producía cientos de millones de pobres en el mundo, era violencia estructural. El mal reparto de la tierra, acumulada en pocas manos y nada productivas, en buen número de países de América Latina, era violencia estructural. La actual globalización es violencia estructural. Como hemos dicho más arriba, los obispos latinoamericanos, reunidos en Medellín, en 1968, afirmaron que la injusticia socioeconómica que vivía el subcontinente latinoamericano era «violencia institucionalizada». Es importante entender esta idea de violencia estructural, dado que en nuestro imaginario colectivo tendemos a identificar violencia con una agresión física, corporal, puntual —un puñetazo, una puñalada, un disparo, una bomba—, mientras que nos cuesta entender que un sistema económico pueda ser en sí mismo violento por el hecho de engendrar millones de pobres. Ante la violencia física reaccionamos con indignación; ante la violencia estructural, con resignación. En este segundo caso utilizamos expresiones como «Siempre ha habido pobres», «No se puede hacer nada», «El sistema es muy complejo». No cabe duda de que las estructuras nos paralizan. ¿Cómo se ha posicionado la doctrina social de la Iglesia ante los sistemas socioeconómicamente injustos? Su postura ha sido ambigua. Por un lado, su condena no ha podido ser más clara, con reiterados documentos, que enseguida citaremos; pero, por otro lado, la Iglesia ha visto con malos ojos el trabajo de aquellos cristianos que intentaban analizar estructuralmente las causas de la injusticia. ¿Cuál es la razón? Muy sencilla: el hecho de que el marxismo fuera abiertamente anticlerical hizo que la Iglesia se pusiera en guardia ante él, y hay que reconocer que cualquier análisis crítico del capitalismo suena a marxista, por lo que la Iglesia sospechó de los teólogos, economistas cristianos o políticos cristianos que hablaran de alternativas verdaderamente estructurales al capitalismo. Tras la caída del muro de Berlín, en 1989, el denominado comunismo —que, en realidad, era un socialismo dictatorial— dejó de ser una amenaza, por lo que la Iglesia relajó su defensa antimarxista. Los documentos de la doctrina social de la Iglesia han sido condenatorios de las grandes injusticias sociales y económicas, desde 1891, con la Rerum Novarum, de León XIII. Hay ya documentos anteriores en esta línea, pero esta encíclica adquirió un relieve público e histórico de tal dimensión que se erige en documento prácticamente fundacional de la moderna doctrina social de la Iglesia. Tanto la Rerum Novarum como los documentos posteriores, que recorren todo el siglo XX, procuran que 91CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO no se identifique el cristianismo con el marxismo, lo que no siempre es fácil cuando ambas doctrinas se encuentran en el mismo barco condenando la injusticia estructural. En las últimas décadas, el trabajo de la Comisión Pontificia «Justicia y Paz» ha sido remarcable en este sentido, denunciando una y otra vez las estructuras socioeconómicas injustas en todo el mundo, aunque sin duda han sido los representantes de la teología política europea y de la teología de la liberación latinoamericana los que han aportado las ideas más interesantes. El teólogo alemán Johann Baptist Metz anunció con cierta solemnidad el final de la minoría de edad del cristianismo. Estas dos corrientes hermanas —teología política y teología de la liberación— anunciaron en los años sesenta y setenta la necesidad de desprivatizar el cristianismo. Por cristianismo privado entendían aquel que sitúa la salvación que viene de la resurrección del Señor solo en el ámbito de lo interpersonal: la salvación sería algo personal, algo que vive el individuo en comunidad, sin llegar a tener dimensión socioeconómica. Para ellos, el cristianismo ha llegado a su mayoría de edad y debe ya hacer frente al hecho de que la salvación atraviesa todos los órdenes de lo humano, incluido el de las complejas estructuras de la sociedad. Por ello, ser cristiano en un mundo injusto significa trabajar activamente por la transformación de esas estructuras injustas. Si el cristianismo es fundamentalmente el anuncio de la salvación ofrecida por Dios a todos los hombres, esta salvación, para que realmente salve lo humano, debe salvar todo lo humano, y no solo unas dimensiones de lo humano; y para que salve todo lo humano, debe atravesar también lo económico, lo social y lo político, y no quedarse recluida en el orden de lo interpersonal. Aunque la teología de la liberación y la teología política han perdido fuerza en estos últimos años, es indiscutible que en la historia de la teología habrá un antes y un después de estos movimientos. No tiene ningún sentido dar marcha atrás. De hecho, a pesar de que el propio papa Juan Pablo II se mostrara reacio a aceptar este tipo de reflexiones, acabó por hacerlo tras la caída del muro de Berlín, como se puede constatar en este fragmento de Centesimus Annus, de 1991: El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y con ella la capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien. Sin embargo, está condicionado por la estructura social en que vive, por la educación recibida y por el ambiente. Estos elementos pueden facilitar u obstaculizar su vivir según la verdad. Las decisiones, gracias a las cuales se constituye un ambiente humano, pueden crear estructuras concretas de pecado, impidiendo la plena realización de quienes son oprimidos de 92DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA diversas maneras por las mismas. Demoler tales estructuras y sustituirlas con formas más auténticas de convivencia es un cometido que exige valentía y paciencia (CA, 38). La idea de estructuras de pecado y, más aún, la invitación a demoler esas estructuras, es uno de los núcleos de la teología de la liberación, que el papa Juan Pablo II acabó por asumir una vez hubo desaparecido el fantasma del marxismo de la escena internacional. 4. La violencia represiva: las dictaduras Hay momentos históricos de contestación colectiva, masiva, a estructuras injustas. Estas protestas pueden ser pacíficas o violentas. En la América Latina de los años sesenta, grandes multitudes del pueblo sencillo, acompañadas por universitarios, intelectuales, sindicalistas y religiosos, se levantaron pacíficamente y protestaron contra la injusticia económica. Pedían una reforma agraria —devolver la tierra al trabajador, que, bien por la fuerza, bien por las deudas, la había perdido—, acabar con la dictadura militar y con el poder de la oligarquía —unas pocas familias extremadamente ricas—. La respuesta de los gobiernos fue violenta. Esta segunda violencia es lo que Ellacuría denomina violencia represiva. Era una violencia encaminada a acabar de una vez por todas con las protestas pacíficas que pedían reformas estructurales. En algunos escritos, Ellacuría sitúa esta violencia en tercer lugar, como respuesta a la violencia revolucionaria, que enseguida analizaremos. No obstante, lo correcto es ubicarla en dos momentos: 1) tras la protesta pacífica, y 2) tras la revolución, dado que la violencia represiva responde tanto a la primera como a la segunda. La postura de la Iglesia ante las dictaduras también ha sido algo ambigua. De nuevo nos encontramos aquí, por un lado, con condenas durísimas a dictaduras y a totalitarismos, y con una defensa cerrada de la democracia. Salta a la vista que el documento estrella en esta línea es la encíclica Mit brennender Sorge, de Pío XI, firme condena del nazismo, publicada el 14 de marzo de 1937. Fue redactada directamente en alemán y leída el domingo 21 de marzo en todas las iglesias católicas de Alemania. Esta encíclica constituyó un golpe muy duro para el nazismo, dado que la población católica alemana era numerosa. Por ello, el régimen nazi, tras una primera réplica, optó por ignorar la encíclica para evitar el enfrentamiento con los católicos. En esa misma línea de condena de dictaduras de uno u otro color tenemos la Pacem in Terris, de Juan XXIII, en 1963, y la Centesimus Annus, de Juan Pablo II, de 1991. 93CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO No obstante, por otro lado, observamos una excesiva condescendencia de la Iglesia con algunas dictaduras. Pongamos dos ejemplos: España y América Latina. La Iglesia católica española apoyó de manera abierta y oficial la dictadura del general Franco, que, tras los tres años de guerra civil (1936-1939), se prolongó durante treinta y seis años (1939-1975). La razón fue que el general Franco le paró los pies al comunismo, abiertamente anticlerical, pero el rechazo de una dictadura nunca debería ser razón suficiente para apoyar la dictadura opuesta. El otro gran ejemplo lo tenemos en América Latina, donde a lo largo del siglo XX, y en particular en los sangrientos años sesenta, setenta y ochenta, numerosos obispos confraternizaron abiertamente con dictaduras militares. Sorprende que, siendo tan clara la condena que la Iglesia ha hecho de las dictaduras, esa misma Iglesia haya sido a menudo tan condescendiente con ellas, como en los mencionados casos de España y de América Latina. La Iglesia católica moderna no solo digirió muy mal la Reforma protestante del siglo XVI, sino también el socialismo del siglo XIX, con sus consiguientes revoluciones: Rusia, 1917; China, 1949; Cuba, 1959. Y lo que a todas luces resulta incomprensible es el hecho de que la Iglesia haya tenido valor para juzgar y condenar al silencio a algunos teólogos de la liberación y no haya juzgado a dictadores y militares criminales de América Latina, como, por ejemplo, Pinochet, Videla o García Meza, que deberían haber sido excomulgados. Y resulta escandaloso que algunos prelados hayan sido amigos íntimos de dictadores, y que lo hayan reconocido sin reparo en público. 5. La violencia revolucionaria: la justificación del tiranicidio La posición de la Iglesia ante la violencia revolucionaria es compleja, y parece que con el paso de los siglos no se acabe de esclarecer. La Iglesia no se decide de manera definitiva acerca de si está moralmente justificado el acabar violentamente con un tirano, con una dictadura, incluso en el caso de que haya que matar para lograrlo. Hay documentos que afirman que la violencia siempre es condenable, sin excepción, mientras que otros afirman que en ciertas situaciones, la violencia revolucionaria sería un mal menor que habría que adoptar. El debate viene de lejos, de siglos atrás. La doctrina tradicional de la Iglesia admitía el tiranicidio si se cumplían los siguientes requisitos (González-Carvajal, 1998a: 337-338): 1. El sistema por derrocar tiene que ser una tiranía insoportable. 2. Tienen que haber fracasado todos los medios pacíficos para poner f in a dicha situación. 94DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 3. La rebelión no debe ser fruto de la decisión de un particular, sino de toda la comunidad. 4. Deben existir razonables probabilidades de triunfar. 5. Es necesario que las calamidades que previsiblemente resultarán de la insurrección sean menores que las injusticias causadas por el gobierno tiránico —regla del mal menor—. 6. Deben existir garantías de que el nuevo régimen será justo. En la lógica escolástica, esta argumentación es impecable, pero en la realidad histórica está cargada de problemas, ya que en la práctica es difícil evaluar cada uno de estos puntos antes de empezar un proceso revolucionario, y además no queda claro quién es el juez que deba decidirlo; como de hecho no lo hay, cada cual dirá si se dan o no las condiciones, que es lo mismo que no decir nada. Para complicarlo más, hay otros documentos en los que la Iglesia parece no admitir excepción alguna, y condena la violencia revolucionaria sin paliativos, como, por ejemplo, Centesimus Annus, de Juan Pablo II (1991), haciendo alusión al modo en que se acababa de derrumbar el bloque socialista de la Europa del Este: Merece ser subrayado también el hecho de que casi en todas partes se haya llegado a la caída de semejante «bloque» o imperio a través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia. Mientras que el marxismo consideraba que, únicamente llevando hasta el extremo las contradicciones sociales, era posible darles solución por medio del choque violento, en cambio, las luchas que han conducido a la caída del marxismo insisten tenazmente en intentar todas las vías de la negociación, del diálogo, del testimonio de la verdad, apelando a la conciencia del adversario y tratando de despertar en este el sentido de la común dignidad humana. Parecía como si el orden europeo, surgido de la Segunda Guerra Mundial y consagrado en los «Acuerdos de Yalta», ya no pudiese ser alterado más que por otra guerra. Y, sin embargo, ha sido superado por el compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre a ceder al poder de la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez, formas eficaces para dar testimonio de la verdad. Esta actitud ha desarmado al adversario, ya que la violencia tiene siempre necesidad de justificarse con la mentira y de asumir, aunque sea falsamente, el aspecto de la defensa de un derecho de respuesta a una amenaza ajena. Doy también gracias a Dios por haber mantenido firme el corazón de los hombres durante aquella difícil prueba, pidiéndole que este ejemplo pueda servir en otros lugares y en otras circunstancias. ¡Ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en las internacionales! (CA, 23). 95CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO Como vemos, las declaraciones son algo equívocas. El mismo papa que publicó la Centesimus Annus en 1991, Juan Pablo II, promulgó solo un año después el Catecismo de la Iglesia católica, donde se afirma que «el que defienda su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal» (Catecismo, 1992, n. 2.264). Teniendo en cuenta que en Guatemala hubo unos 200 000 muertos, en El Salvador, unos 75 000, y en Argentina y Chile, miles de desaparecidos, parece lícito afirmar que la lucha violenta contra aquellos regímenes militares sería en defensa propia, y, por tanto, moralmente aceptable. Esta misma problemática se hace patente con el problema de la guerra. 6. La violencia bélica: la teoría de la guerra justa Con la violencia bélica, la Iglesia tiene exactamente el mismo problema que con la violencia revolucionaria. La única diferencia reside en que aquí ya no hay problemas ideológicos, como era el caso del temor al marxismo en la condena eclesiástica de la violencia revolucionaria en América Latina. En nuestro libro, Atrapados en la violencia: ¿hay salida?, ya expusimos con detalle esta doctrina (Sols, 2008: 92-102), que aquí resumiremos de manera sintética. Las primeras generaciones de cristianos fueron marcadamente pacíficas y antiviolentas, hasta el punto de que la objeción de conciencia a realizar el servicio militar tal como la conocemos hoy —por ejemplo, la oposición de algunos jóvenes norteamericanos a ir a la guerra de Vietnam, o los objetores de conciencia españoles al servicio militar obligatorio en los años setenta y ochenta— tiene su primer precedente en aquellos cristianos que se negaron a ir a la legión romana, no por desafección hacia Roma, sino por su fe en la fraternidad universal, que para ellos era más importante que su ciudadanía romana. En el siglo V, san Agustín, horrorizado por el espantoso saqueo de Roma por parte de las hordas de Alarico (año 410), desarrolló la teoría de la guerra justa, que fue sistematizada, siglos después, en la escolástica medieval (santo Tomás de Aquino, siglo XIII). San Agustín esbozó su teoría en el capítulo 5 del libro 1 de Del libre albedrío, obra acabada en el año 395 (cf. San Agustín, 1951: 262-267), y en el capítulo 7 del libro 19 de La ciudad de Dios, obra acabada en el 424 (cf. San Agustín, 1988: 572-574). El esquema lógico de san Agustín es impecable, aunque, como veremos enseguida, presenta importantes problemas prácticos. San Agustín, en la tradición de los primeros cristianos, afirma que la 96DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA violencia es inmoral porque supone una agresión a la vida de un hermano. Ahora bien, si somos testigos de una violencia que se está cometiendo con un inocente, o que se está a punto de cometer, y vemos que no podemos evitarla por medios pacíficos, de tal manera que no haciendo nada, o haciendo algo pacíficamente, no conseguiríamos detener ese acto de violencia, y si vemos que la única manera de evitar ese ataque sería mediante una violencia hacia el injusto agresor, en ese caso, y solo en ese caso, nuestra violencia estaría moralmente justificada. Al actuar violentamente no debemos pensar que hacemos algo bueno, sino que cometemos un mal, no obstante, un mal que sería menor al que consentiríamos en caso de no hacer nada o de pretender obrar pacíficamente. San Agustín expone aquí la única excepción a la tesis cristiana de la condena moral de la violencia. Solo si vemos que mediante la violencia podemos defender nuestra ciudad del agresor que está dispuesto a destruirla, a violar a nuestras mujeres y a matar a inocentes, en ese caso, nuestra violencia defensiva estaría justificada. Como decíamos, parece que no hay nada que objetar desde el punto de vista lógico. El problema es que san Agustín sabía más de moral que de política, y no previó que al no haber ninguna autoridad mundial capaz de dirimir neutralmente si una violencia defensiva está justificada, desde el siglo V hasta hoy, incluyendo parlamentos de los dos últimos presidentes de los Estados Unidos —George W. Bush, antes de invadir Irak, y Barak Obama, el día en que recibió el Premio Nobel de la Paz—, todas las partes implicadas en una guerra han dicho que su guerra era justa y que era solo defensiva. Hasta Hitler afirmó que lo único que hacía él era recuperar lo que en justicia le pertenecía a Alemania, lo que se le debía históricamente a este país, lo que se le había quitado por la fuerza, y que solo mediante la fuerza se podía recuperar. Todo mentira, pero es lo que afirmaba. En los últimos mil quinientos años, la historia de la humanidad ha estado llena de mentiras pseudomorales que han justificado guerras abiertamente inmorales. Antes ya había habido guerras, pero no se solía buscar una justificación moral para librarlas; se sobreentendía que cada pueblo tenía derecho a buscar lo mejor para sí mismo. En cambio, desde la aparición del humanismo cristiano y de la moral antiviolenta, las guerras necesitan de una justificación moral, a menudo falsa. San Agustín consiguió justo lo contrario de lo que pretendía: desde entonces, la teoría de la guerra justa que él formuló ha servido para dar cobertura moral a un alto número de guerras. Pocas cosas debe de haber más terribles en la vida de un hombre religioso que morir violentamente a manos de alguien que grita «¡Dios lo quiere!». No solo me mata mi hermano, sino que además lo hace afirmando que eso es lo que Dios quiere. La perversión es total. 97CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO De poco sirvió, prácticamente de nada, que la teoría de la guerra justa se formulara cada vez con mayor precisión, con una clara y escolástica lista de condiciones sine qua non, que recuerda mucho a la de la justificación moral del tiranicidio, que acabamos de ver. Una guerra es justa si cumple estas condiciones (Catecismo, 1992: n. 2309): 1. Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto. 2. Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces. 3. Que se reúnan las condiciones serias de éxito. 4. Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. La mala aplicación histórica de esta teoría, debido al hecho de que nunca ha habido un tribunal mundial o un gobierno capaz de decidir si una guerra es justa o no —Naciones Unidas ha intentado hacerlo, pero sin éxito, debido a que esta institución no es un tribunal neutral, sino un complejo juego de intereses de los diferentes gobiernos del mundo— ha provocado numerosos ejemplos escandalosos de guerras abiertamente inmorales con supuesta cobertura moral. Por ello, en el siglo XX, diferentes papas han intentado abandonar el discurso de la guerra justa, dado que han constatado que en la práctica contribuye más a justificar la violencia que a evitarla. Así, el papa Benedicto XV hizo todo lo humanamente posible para evitar la Primera Guerra Mundial, en lugar de posicionarse con un bando en contra del opuesto, como hicieron la mayoría de líderes mundiales. El papa Juan Pablo II aún fue más lejos en 1982 al considerar inaceptable la teoría de la guerra justa: El concepto de guerra justa es una cosa que pertenece al pasado. Lo defendía santo Tomás en caso de legítima defensa. Pero en nuestro tiempo no tiene ya validez, porque los hombres tienen otros medios para poder resolver los conflictos entre los pueblos (cit. en González-Carvajal, 1998a: 370). No obstante, de nuevo aquí encontramos la ambigüedad que ya habíamos visto en el apartado anterior, no en el sentido de que la Iglesia apoye ciertas causas bélicas, lo cual prácticamente no ha ocurrido a lo largo del siglo XX —con las pocas excepciones de algunos obispos no demasiado afortunados en su comprensión del momento histórico contemporáneo—, sino en el sentido de que en el Catecismo de la Iglesia católica, muy reciente en el tiempo (1992), se sigue exponiendo la teoría de la gue98DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA rra justa como algo todavía vigente en la doctrina social de la Iglesia, tal como acabamos de ver (cf. Catecismo, 1992: n.º 2309). ¿En qué quedamos, entonces? ¿«Pertenece al pasado el concepto de guerra justa», como defendía Juan Pablo II en 1982, o es una teoría todavía aceptada por la Iglesia, como afirma el Catecismo de la Iglesia católica, promulgado por el mismo papa Juan Pablo II en 1992? La incoherencia es aún mayor si tenemos en cuenta que en numerosos países, la Iglesia tiene un vasto servicio pastoral castrense, esto es, sacerdotes al servicio del Ejército, la mayoría de ellos incluso con graduación militar. ¿Dónde está la incoherencia? Negar la validez de la guerra justa supone negar la legitimidad de la institución castrense como tal, dado que el Ejército tiene como única misión desplegar la violencia en defensa del país. Si no creemos en la guerra justa, no podemos aceptar entonces la existencia de los ejércitos. En cambio, si tenemos un servicio pastoral castrense, quiere decir que aceptamos los ejércitos, y eso quiere decir que aceptamos la posibilidad de una violencia bélica justa. ¿En qué quedamos? La incoherencia entra de lleno en el orden del escándalo cuando el servicio pastoral castrense se ha llevado a cabo en el seno de ejércitos sanguinarios con la población civil, como han sido la mayoría de ejércitos nacionales latinoamericanos durante los años sesenta, setenta y ochenta. ¿Cómo puede un sacerdote, o un obispo, ser pastor castrense tranquila y acríticamente en un ejército que cada semana mata población civil inocente por las calles —El Salvador, Guatemala, y otros países, a inicios de los años ochenta—? ¿Cómo pudo permitir el Vaticano tamaño despropósito? No cabe duda de que en algunas ocasiones, los nuncios apostólicos, cuya misión consiste, entre otras cosas, en informar a la Santa Sede acerca de realidades eclesiales, sociales, económicas y políticas del país en cuestión, no ejercieron bien su trabajo, quizás porque no se había designado como nuncio a la persona más adecuada. La Santa Sede, tenemos que decirlo, no estuvo siempre exenta de responsabilidad en estas situaciones, sin duda complejas y difíciles, pero al mismo tiempo muy claras, tal como una y otra vez denunciaron personalidades tales que Jon Sobrino, Ignacio Ellacuría, Helder Câmara, Óscar Romero, e importantes laicos intelectuales cristianos, políticos y periodistas, tanto en medios latinoamericanos como europeos y norteamericanos. 7. La paz como horizonte: el concepto unitario de paz justa Antes de estudiar cómo se puede llevar a cabo la transición de la violencia a la paz, por ejemplo, tras un período de conflicto bélico, conviene que 99CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO tengamos claro cuál es el horizonte hacia el que nos dirigimos. No tiene sentido recorrer un camino sin saber adónde nos lleva. El horizonte hacia el que nos dirigimos es la paz justa. Podríamos decir solo paz, y sería correcto, pero desgraciadamente demasiado a menudo se ha separado la idea de paz de la idea de justicia. Por ejemplo, un África sin protestas ni violencia parecería un continente en paz, aunque en realidad no lo sería, dado que sin justicia no hay paz verdadera. La única paz auténtica es la paz justa. La paz no es un tiempo tranquilo entre dos períodos bélicos. La paz es, debería ser, el estado habitual de los seres humanos, un sistema histórico en el cual los derechos humanos fueran respetados de manera habitual y universal. La paz es, debería ser, el estado de la humanidad en el que se despliegan históricamente las diferentes dimensiones constructivas del hombre, en armonía unas con otras. La paz supone que las necesidades básicas del ser humano estén estructuralmente cubiertas: alimentación, vivienda, vestido, salud, cultura, libertad. Cuando estas seis se dan, se hace posible que se dé la séptima, la paz. 8. La cultura de la paz No hay mejor camino para llegar a la paz que el del cultivo de la cultura de la paz. Es un error pensar que hay que dejar que la cultura de la violencia crezca en nuestro jardín, y solo cuando este sea inhabitable, entonces veremos cómo pasar de la violencia a la paz mediante largos y complejos procesos de reconciliación. Hay que cultivar directamente la planta de la paz. Cultura de la paz significa organizar toda la vida humana en torno a la idea del respeto de los derechos humanos: democracia, libertad de expresión, igualdad socioeconómica, igualdad racial o étnica, respeto a la pluralidad ideológica, identidades colectivas no agresivas para con otras identidades, pleno empleo, fin definitivo de la pobreza. Nos hemos acostumbrado demasiado a la injusticia socioeconómica, a las desigualdades, a los enfrentamientos nacionalistas, a la pobreza, al paro, a la violencia en el cine, en la televisión y en los videojuegos, a la pornografía, a la prostitución, a las mafias. Todo esto se ha enquistado en nuestro imaginario colectivo, y hay que sacarlo de allí porque no es, no debería ser, lo normal. Trabajar por la cultura de la paz es algo poco llamativo, y aporta resultados solo a largo plazo. Por ello, es también algo que se nos hace poco rentable políticamente, o mejor dicho, electoralmente. El gobierno que se ponga como objetivo prioritario traer al país una paz justa no recogerá 100DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA el fruto de su trabajo, ya que ese fruto no llegará hasta al cabo de quince o veinte años, cuando haya otro gobierno muy distinto, y el éxito histórico se atribuirá a este, no a aquel. Por ello los políticos adoptan medidas más fácilmente cuantificables: descenso del número de delitos, aumento del número de presos en las cárceles, disminución de la entrada de sin papeles en el país. La cultura de la paz empieza por el trabajo a favor de la justicia social y de la libertad. No hay paz auténtica si la gente no tiene trabajo, o lo tiene pero con salarios de miseria, o son marginados por el color de su piel, o no tienen derecho a expresarse en libertad, o no hay democracia, o se está en una democracia que se parece más bien a una dictadura. La injusticia y la opresión —ya en sí violentas— constituyen la mejor tierra para abonar la violencia, mientras que la justicia y la libertad son la tierra de la paz. La cultura de la paz se construye desde frentes muy diversos: control de los contenidos de la televisión y de las radios, públicas y privadas; enseñanza en las escuelas; contar activamente con los jóvenes para múltiples tareas de beneficio civil; fomento del asociacionismo; participación de la población en la cultura; cultivo de la espiritualidad y del sentido de la trascendencia; trabajo para todos; distribución justa de la riqueza; libertad de expresión. 9.  La reconciliación política: el camino que va de la violencia a la paz El proceso que va de la violencia a la paz justa es sumamente complejo y largo, y a menudo acaba en un rotundo fracaso, como ha sido el caso una y otra vez del conflicto Israel-Palestina. Otras veces, el resultado ha sido, o está siendo, exitoso, como puede ser el caso de Sudáfrica o de Irlanda del Norte. Uno de los pensadores cristianos que con más tino ha analizado cómo debe desarrollarse un proceso político de reconciliación tras un período bélico/revolucionario, típico de la América Latina de los años setenta y ochenta, es Ignacio Ellacuría, asesinado por el ejército salvadoreño en noviembre de 1989, a quien ya hemos citado en varias ocasiones. Expusimos su pensamiento al respecto en una conferencia en la Universidad de Deusto, Bilbao, con motivo del 20.º aniversario de su muerte, publicada posteriormente en su integridad (cf. Sols, 2011a), a lo que hay que añadir un análisis posterior realizado en otro estudio (cf. Sols y Pérez, 2011). Seguiremos aquí de cerca el análisis presentado en aquella conferencia, aunque con algunas variaciones. 101CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO 9.1. Analizar la complejidad de las causas profundas del conflicto Cuando estamos inmersos en un importante conflicto histórico violento, lo primero que hay que hacer es analizar las causas profundas que lo han provocado. No tiene sentido saltarse este paso. Y resulta tentador hacerlo, ya que es exhaustivo y complejo. Se nos hace más cómodo simplificar el conflicto en unas pocas frases típicas de lo que Ellacuría denominaba pereza intelectual. Conviene estudiar a fondo el origen histórico del conflicto, no solo el relato de los hechos acaecidos, sino las estructuras que lo engendraron. Ellacuría hablaba de causas profundas porque en historia nunca hay que confundir el gas con la chispa que lo hace estallar. Si una casa salta por los aires como consecuencia de una fuga de gas, lo que hay que estudiar es cómo fue posible la fuga, no cómo saltó la chispa. En estas situaciones, no pocos políticos suelen decir que «hay que pasar página», que «no hay que mirar atrás», ya que con ello solo se reabren las heridas. Ellacuría siempre decía que es importante estudiar las causas profundas de un conflicto, dado que, de no hacerlo, los conf lictos irán rebrotando de manera cíclica. La realidad siempre es más compleja de lo que pretenden mostrar ciertos planteamientos ideológicos simplistas. Sin duda, las ideologías son legítimas, pero, en su obsesión por convencer a la sociedad, tienden a caer en ideologizaciones, en enmascaramientos de la verdad, que deben ser detectados y denunciados por la investigación científica social y por la filosofía, en su función crítica. 9.2. La mediación de terceros agentes Es importante hacer intervenir a terceros agentes, como pueden ser la universidad, la Iglesia, los mediadores internacionales o los grupos simbólicos de reconciliación: a) Primer agente: la universidad. Si la universidad es como debería ser —seria, rigurosa, científica, alejada de fáciles partidismos—, esta institución puede constituirse en un importante agente que ayude a la resolución de un conflicto, aportando ideas, dando la palabra a unos y a otros, yendo al fondo de los problemas, lejos de los cómodos eslóganes. Este fue el caso, por ejemplo, de la UCA (Universidad Centroamericana) de El Salvador durante los años ochenta. b) Segundo agente: la Iglesia. En países donde la Iglesia, ya sea la católica, ya sea otra, tiene un papel relevante, esta institución puede hacer mucho también por la construcción de la paz. Aporta espacios de escucha, de diálogo, de oración, de reformulación de planteamientos. 102DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA Ignacio Ellacuría siempre afirmó que la Iglesia en Centroamérica tenía una importante dimensión ético-política. Los teólogos de la liberación, como Jon Sobrino, Leonardo Boff, Clodovis Boff, Juan Luis Segundo, Enrique Dussel, José Ignacio González Faus o el propio Ignacio Ellacuría afirmaban que el anuncio del Evangelio en un mundo estructuralmente injusto comportaba denunciar las injusticias y promover un cambio estructural, y así lo hizo el papa Juan Pablo II en su viaje a Centroamérica y el Caribe, tal como Ellacuría mostró con su habitual agudeza: No podrá, por lo tanto, decirse ya más que la Iglesia se sale de su cometido cuando se esfuerza en resolver el conflicto político, militar y social de El Salvador, y cuando intenta hacerlo superando el ámbito de la interioridad para abrirse al campo de lo estructural y público. El papa lo ha hecho de modo explícito y lo ha hecho no como jefe de Estado o como autoridad suprema de una organización multinacional, sino como pastor y obispo para decirles lo que deben hacer. Los políticos podrán hablar de injerencia extraña en los problemas nacionales o de injerencia en los problemas políticos, pero el ejemplo y las razones del papa sirven para mostrar que esos problemas no son meramente políticos, sino estrictamente morales y éticos: son problemas, si se quiere, no religiosos, pero que, sin embargo, tienen que ver con la salvación cristiana, con la fe cristiana a la cual pertenecen, intrínseca e indisolublemente, la promoción de la justicia y el rechazo de todo cuanto deshumaniza al hombre (Ellacuría, 2002a: 21). Ellacuría se hace fuerte en este punto porque está convencido de que una de las misiones centrales de la Iglesia, en un contexto de enfrentamiento bélico y de lento proceso de paz, consiste en promover la reconciliación entre las partes enfrentadas: De ahí que la Iglesia salvadoreña no podrá descuidar, ni por un momento, su ministerio ético y político de reconciliación; si lo descuidara o relegara a segundo plano, estaría faltando gravemente a su misión y al mandato del papa. La Iglesia de El Salvador debe ponerse de lleno a trabajar en la solución de la crisis del país, mucho más de lo que lo ha hecho hasta ahora y de un modo distinto. De lo contrario, no hubiera sido necesaria esta palabra tan apremiante y tan nueva del papa (Ellacuría, 2002a: 21-22). c) Tercer agente: los mediadores internacionales. No cabe duda de que los mediadores internacionales pueden desarrollar también un papel decisivo en un proceso de paz. Nos referimos aquí a países de la región, cuyos dirigentes tengan ascendencia moral sobre los dos bandos del conf licto bélico nacional. Fue el caso, por ejemplo, del Grupo de Contadora 103CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO —Colombia, México, Panamá y Venezuela—, constituido en 1983, un grupo que tuvo una función clave para la resolución del conflicto salvadoreño, y centroamericano en general. En este tipo de grupos, no es necesario que todos sus miembros tengan la misma autoridad moral sobre los dos bandos en conflicto, pero el grupo como tal sí que la ha de tener. Este tipo de intervenciones alivia la desagradable sensación de soledad que suele haber en conflictos nacionales, esa impresión de que nuestra gente se está muriendo en la guerra y al mundo no le importa. d) Cuarto agente: los grupos simbólicos de reconciliación. Aunque quizás no lo parezca, este agente es tan importante como los anteriores. Su función puede parecer irrelevante desde el punto de vista de la ciencia política, pero es posible que llegue a tener un impacto enorme en el imaginario colectivo. Aunque los diálogos en la cumbre sean importantes, la sociedad no puede esperar pasivamente a que se celebren. Tiene que adelantarse a ellos. Por ejemplo, en los años ochenta, en Belfast había grupos ecuménicos de oración, donde católicos y anglicanos, o sea, proirlandeses y probritánicos, se reunían para rezar juntos. Lo que los unía era mucho más que lo que los separaba. En el mismo sentido, el famoso director de orquesta, Daniel Barenboim, dirige desde hace algunos años una orquesta formada por árabes y judíos, la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente —nombre inspirado en el título del poemario de Goethe, Diván de Oriente y Occidente—. Estas iniciativas pueden llegar a alcanzar un valor simbólico mayúsculo, casi escatológico, dado que apuntan hacia una paz futura difícilmente imaginable en la historia presente. 9.3.  Crear un estado de diálogo que tome el relevo  al estado de guerra El diálogo que busca la paz nunca es un delito ni una inmoralidad. En los conflictos violentos, ya sean bélicos o revolucionarios, suele ocurrir que cualquiera de las dos partes considera una inmoralidad la sola idea de dialogar con la otra parte. El error estriba en pensar que el diálogo supone admitir implícitamente las tesis de la otra parte, y no es así. Dialogar supone admitir la existencia de la otra parte, no reconocer que tenga razón. Un ejemplo: los educadores, psicólogos y capellanes de cárceles dialogan habitualmente con los presos, algunos de los cuales son criminales, y nadie cuestiona ese diálogo. Otro ejemplo: en la diplomacia internacional, el presidente de un país democrático dialoga con el dictador de otro país, y tampoco nadie cuestiona ese diálogo. El problema reside en el hecho de que, en los enfrentamientos bélicos, sean de guerra civil o de revolución, cada parte se atribuye toda la ver104DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA dad y no acepta que la otra tenga ni pizca de razón. Dialogar con la otra parte supone darle en algún momento la palabra, lo cual puede mostrar que esa parte quizás sí tenga algo de razón. Por ello los extremos suelen defender la idea de que dialogar con el enemigo implica darle alas a su discurso. Pues no, dialogar con el otro es reconocer que está ahí, que existe, que es un hermano, que tiene algo que decir y que debemos escucharle. Cuanto más le demos la posibilidad de hablar, menos sentido encontrará a la lucha armada. Con esta tesis que hemos formulado —«El diálogo nunca es inmoral»— conviene hacer frente a las objeciones de aquellos que condenan el diálogo. Ellacuría llevó a cabo este momento del proceso de manera rigurosa y metódica, enumerando todas y cada una de las razones que aducían los opositores al diálogo político de reconciliación, y rebatiendo cada una de ellas de manera lógica (cf. Sols, 2011a: 68-74). Conviene despejar el camino antes de recorrerlo. No resulta fácil caminar por la senda del diálogo cuando todavía no está claro que sea una buena idea recorrerla. Ellacuría deja claro que no se trata de entrar en un juego dialéctico sin fin acerca de las razones a favor o en contra del diálogo —en este caso, utiliza sobre todo el concepto de negociación—, sino de darse cuenta de que las supuestas dificultades ante la negociación no son más que pseudodificultades, superables con el uso de la inteligencia. No obstante, el diálogo debería empezar por las víctimas de los dos lados. No hay documentos en la doctrina social de la Iglesia que aborden explícitamente esta temática, pero estas afirmaciones pertenecen al corazón de la espiritualidad cristiana, centrada en la experiencia del Crucif icado. El diálogo, con el precedente de los grupos simbólicos que ya hemos mencionado —utópicos, casi escatológicos—, debe empezar por las víctimas, por los familiares de las víctimas, por los que más han sufrido (cf. Phelps, 2004). En la cumbre se discuten mapas, ideologías, interpretaciones de la historia, partes de un pastel. En cambio, en la base se comparte el sufrimiento. Nada une más que el sufrimiento. Este diálogo debe estar compuesto por dos elementos: 1) El relato de lo vivido. No el análisis de la realidad, sino el relato. El relato personal. Las víctimas han de poder contar su historia, y han de poder hacerlo extensamente. Y 2) el silencio. El silencio activo tiene un poder extraordinario. Familiares de las víctimas de las dos partes de un conflicto nacional juntándose regularmente para orar unidas en silencio: eso tiene más fuerza que varios encuentros en la cumbre. En algún momento tiene que empezar el diálogo nacional, político, ideológico. Como solía decir Ellacuría, hay que sustituir el estado de guerra por un estado de diálogo. Hay que escuchar a los dos grupos en105CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO frentados, pero también a aquellos otros grupos no representados por ninguno de los dos lados beligerantes. Ellacuría lo expresó con notable lógica: «la guerra es cosa de las partes en conflicto, mientras que la paz es asunto de todas las fuerzas y de todos los sectores del país» (Ellacuría, 1993: 1428). Si el estado de guerra consiste en balas, bombas, violencia, agresiones, sangre, enfrentamiento, miedo, tensión, economía orientada al conflicto bélico desatendiendo necesidades humanas básicas, el estado de paz, en cambio, «consiste en que la mayor parte de la población esté cada vez más consciente de la necesidad de un diálogo nacional a fin de ponerlo en marcha y de conseguir a través de él la paz que se necesita» (Ellacuría, 1993: 1419). El diálogo nacional es mucho más que un simple diálogo en la cumbre, por muy importante que este sea. En el diálogo nacional deben intervenir todo tipo de agentes sociales, culturales y políticos. El país entero tiene que estar en estado de diálogo, en estado de debate. El diálogo, mucho más que un encuentro en la cumbre, tiene que constituir una cultura que penetre en todos los órdenes de lo social. El diálogo en la cumbre viene precedido del diálogo nacional —lo que hemos denominado estado de diálogo—, al que no puede sustituir, sino completar. Ese diálogo en la cumbre debe ser preparado minuciosamente, dado que lo que en él se resuelva marcará la vida del país durante años. 9.4. Consensuar el horizonte Para sentarse a la mesa del diálogo hace falta tener un cierto lenguaje común, hace falta tener un mínimo horizonte común, pues, de no haberlos, el diálogo sería imposible. Por ello, lo primero que hay que hacer es buscar qué une a las dos partes de un conflicto. Parece difícil, pero se puede intentar. No deja de ser sorprendente cómo en la formulación del horizonte que perseguir, los bandos opuestos se parecen mucho más de lo que habríamos podido imaginar a priori. La oposición entre ambos suele estar en la elección del camino que seguir para llegar a ese horizonte. Conviene explicitar qué es lo que busca cada parte y ver qué hay en común. El trabajo del diálogo consiste en regar, gota a gota, esa raíz viva del horizonte común para que pueda llegar a nacer el árbol de la paz. 9.5. La pacificación es anterior a la paz La pacificación es anterior a la paz. A la paz no se llega de golpe, sino tras un largo camino de pacificación, un camino que a veces puede sonar a traición a la paz, por no ser idéntico cada uno de los momentos del reco106DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA rrido al final buscado. La pacificación es el zigzagueo lento pero seguro que nos lleva hacia la paz. Por ello, la clave no reside en el dónde estamos, sino en el hacia dónde vamos. La clave no está en un momento de la historia, sino en un proceso dinámico. Dado que lo importante es el dinamismo, el inicio del proceso es todo un éxito. Iniciar un proceso de pacificación supone tener un horizonte al que se pretende llegar, pero no hay que ser maximalistas. Muchos espíritus de buena voluntad, cargados de nobles y radicales ideales, caen en el maximalismo: o todo o nada. Hay que partir de la realidad y ver con paciencia lo que esta puede dar de sí. En el proceso de pacificación, cada paso es muy importante. En lugar de mirar lo lejos que aún estamos del futuro estado de paz, hay que celebrar cada éxito parcial como si fuera muy importante, mejor dicho, porque es muy importante, porque indica que vamos en la buena dirección. 9.6. Cambio de estructuras y cambio personal La experiencia de algunos procesos revolucionarios habidos a lo largo del siglo XX muestra que de poco sirve cambiar las estructuras si ese cambio no va acompañado de un cambio de los corazones. La conversión personal debe acompañar la transformación de las estructuras, pues, de lo contrario, como muy bien describe el escritor británico George Orwell en su novela Animal Farm (en español, Rebelión en la granja), al final resulta que los revolucionarios que detentan el poder tras la revolución y los oligarcas que lo detentaban en el régimen anterior son idénticos. Ignacio Ellacuría desarrolló una interesante reflexión sobre este punto con ocasión del viaje a Centroamérica y el Caribe del papa Juan Pablo II, en marzo de 1983, al que ya hemos aludido. Ellacuría afirmaba que «donde el papa insistió más fue en la creación de aquellas condiciones subjetivas que son indispensables, tanto para el mejoramiento de las personas como para el cambio de las estructuras sociales. Fue lo que llamó cambio de actitudes, en lenguaje antropológico, y lo que llamó conversión, en lenguaje teológico. Quizá pudiera parecer que insistía demasiado en el cambio de los factores subjetivos, atribuyéndoles demasiado peso a la hora de realizar el cambio estructural. Pero ese cambio, además de ser importantísimo en sí mismo y a la hora de las transformaciones sociales, es el que cae más cerca a la Iglesia y es más apropiado a su misión» (Ellacuría, 2002a: 69-70). Ellacuría, utilizando un lenguaje antropológico, habla de cambio de actitudes, y utilizando un lenguaje teológico, habla de conversión. La actitud es la orientación fundamental de la vida. Es lo que orienta en el fondo todo lo que hacemos. Cambiar de actitud significa reorientar el rumbo profundo de nuestras vidas personales y de nues107CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO tro ser miembros de una sociedad y ciudadanos de un país. Por su parte, conversión (en latín, conversio) es el tercer paso, después del primero, versus, y del segundo, aversio. Versus es la línea, la orientación que tenemos en la vida; aversio es el cambio de rumbo con respecto a esta orientación, es la traición, el pecado, la infidelidad; finalmente, la conversio es, en un nuevo giro, el regreso al primer camino, después de la infidelidad. El cambio personal refuerza el cambio de estructuras, y el papa lo apoya probablemente por la filosofía personalista que inspira sus discursos, afirma Ellacuría: Pero dar la importancia debida a lo estructural no quita para dar mayor importancia, si cabe, a lo personal. Lo estructural es lo más necesario, pero lo personal es lo más importante. Juan Pablo II [durante su gira por Centroamérica y el Caribe en marzo de 1983] ha puesto sus ojos en el corazón del hombre centroamericano y ha urgido a cambios profundos en la esfera de lo personal. De poco sirven los cambios estructurales si no se llega al cambio interior, al cambio personal, al cambio de actitudes fundamentales. Por su formación filosófica personalista y por exigencias de su catequesis cristiana, el papa insiste con fuerza en el papel que desempeñan los factores subjetivos personales en la transformación del hombre, de la sociedad y de las estructuras (Ellacuría, 2002a: 40). 9.7. Qué hacer durante el proceso El proceso de pacificación es largo y en él se avanza lentamente. Lo que no tiene sentido es considerar que mientras no se haya llegado al estado de paz, haya que actuar única y exclusivamente siguiendo la lógica del estado de conflicto violento. A lo largo del camino ya se pueden ir haciendo cosas que apunten hacia el final de paz. Veamos algunas. a) Humanizar el conflicto. Los Convenios de Ginebra, que fueron firmados en sendas convenciones en esta ciudad suiza en los años 1864, 1906, 1929 y 1949, a los que hay que añadir los Protocolos de Adiciones de 1977, apostaron por humanizar el conflicto mientras este no fuera resuelto. Está claro que en una guerra no es lo mismo matar a todos los enemigos heridos que cuidarlos en un hospital. Siguiendo esta intuición de Ginebra, Ellacuría defendía la tesis de que, mientras no se lograra resolver el conflicto, al menos había que humanizarlo tanto como fuera posible. Pensemos que entre los años 1981 y 1984, en El Salvador murieron quince mil personas por año, la mayoría de ellas civiles salvajemente asesinadas en masacres de horror. Para la población salvadoreña era tan importante alcanzar un día la paz como acordar ya en aquel momento ciertas medidas de respeto a los derechos humanos. 108DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA b) Valorar la dirección seguida más que los resultados. Tal como hemos dicho más arriba, en un proceso de diálogo para alcanzar la paz, la clave no reside en el dónde estamos, sino en el hacia dónde vamos. Tanto en el mundo de la política como en el de la economía tendemos a evaluar los procesos recorridos por sus resultados: qué tenemos hasta ahora. El realismo mal entendido del mundo empresarial comporta una miopía de futuro y ve el pasado reciente con lupa, lo que supone una doble deformación de los procesos históricos. No cabe duda de que los resultados son importantes, pero cuando hablamos de procesos tan complejos como son la salida de conflictos bélicos, más importante aún que los resultados es la dirección seguida, el hacia dónde vamos. Esto es lo que, por encima de todo, hay que priorizar en el proceso de pacificación. c) Los fracasos forman parte del camino. La palabra fracaso suena a algo negativo, no cabe duda. Significa no haber logrado un objetivo propuesto, o no haber cumplido algo anunciado. También podríamos decir que las palabras cansancio y dolor tienen connotaciones negativas, y, sin embargo, cuando practicamos en serio un deporte, con entrenamientos duros, sentimos cansancio y dolor muscular, y no por ello consideramos que la práctica de ese deporte sea algo negativo; nos parece que el cansancio y el dolor son intrínsecos a la práctica seria de un deporte. Lo mismo ocurre con el fracaso. Es obvio que en un proceso complejo de pacificación habrá fracasos. Que todo salga a pedir de boca a la primera de cambio es algo que solo ocurre en las películas malas, pero no en la realidad. En la realidad histórica, los procesos de pacificación conllevan fracasos, y estos fracasos forman parte del camino hacia la paz. En el proceso de pacificación, el fracaso no supone exactamente el incumplimiento de lo anunciado, sino la constatación de la dificultad del camino por recorrer. Al ser un camino complejo, hay que ir intentando encontrar vías de diálogo, que van saliendo mal, aunque poco a poco se va encontrando la salida al laberinto del conflicto. d) Celebrar cada pequeño paso como si fuera un gran paso. Retomemos ahora esta idea, que hemos mencionado más arriba al hablar de la pacificación. El proceso de pacificación requiere una pedagogía. Del mismo modo que en la educación de niños y adolescentes no se da todo de golpe, sino gradualmente, en función de la capacidad de asimilación cognitiva del sujeto, en los procesos que llevan del conflicto a la paz no se puede dar todo de golpe, sino por pasos. Y del mismo modo en que celebramos con alborozo los pequeños grandes éxitos del niño, dado que esa celebración motiva al niño para seguir aprendiendo, hay que celebrar también cada pequeño paso en el proceso de pacificación como si fuera un gran paso. Conviene que retengamos esta idea: En el camino que va 109CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO de la violencia a la paz, cada pequeño paso es un gran paso. Todo depende del ángulo de observación donde nos situemos: al adulto le puede parecer algo trivial que un niño aprenda a andar, a nadar o a leer, pues él, adulto, hace años que domina todo eso; pero para el niño es un gran paso, como también lo fue para el adulto en su infancia de hace años, aunque él ya no lo recuerde. Por ello, si nos situamos en el estado de guerra que poco a poco vamos dejando atrás, cada paso hacia la paz es grande, y hay que celebrarlo. 10. Cristianos en un medio violento Diferentes razones han llevado a no pocos países a situaciones de violencia civil de grandes proporciones. Es el caso de Estados Unidos, de México, de Guatemala, de El Salvador, de Colombia, de Brasil, de República Dominicana o de Haití, entre otros muchos países. Este tipo de violencia tiene unas raíces económicas indudables: jóvenes armados saben que pueden conseguir mucho más dinero en un buen atraco que en dos años de trabajo honrado mal pagado. En algunos casos, como en El Salvador, los delincuentes son excombatientes de una guerra civil, inadaptados a la vida civil pacífica, a menudo injusta con ellos. Es lo que probablemente pasará en Colombia cuando las FARC abandonen la guerrilla. Su inadaptación a la vida pacífica y su imposibilidad de encontrar trabajos que les gusten a los exguerrilleros les llevará a organizarse en bandas de delincuentes comunes. Ojalá que no sea así. En otras zonas del mundo, la abundancia de la violencia viene dada por conflictos interétnicos, por negocios sucios —droga, diamantes, tráfico de armas, prostitución—, por rivalidades ideológicas. Es el caso, por ejemplo, del corazón de África. Son muchos los cristianos que se encuentran inmersos en este medio de violencia, sin entender por qué les ha tocado vivir esto y sin saber qué hacer. Si optan por el pacifismo, pueden aparecer un día en cualquier esquina acribillados por las balas; si se protegen armándose hasta los dientes, no ven que eso sea una actitud cristiana. ¿Qué hacer? La respuesta no es sencilla ni única. De manera inmediata, cualquiera tiene derecho a proteger su vida y la de los suyos. Hasta los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI se desplazaban en vehículo blindado, el famoso papamóvil, y siempre iban rodeados de guardaespaldas. Nadie debe tener mala conciencia por protegerse y por proteger a los suyos del peligro real de agresiones violentas. No obstante, la protección solo aleja el peligro, pero no lo elimina. A un nivel más profundo, conviene trabajar en dos direcciones: 110DE LA VIOLENCIA A LA PAZ JUSTA A TRAVÉS DE LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA 1) Hay que investigar para descubrir cuáles son las causas profundas de la violencia y actuar de manera valiente contra ellas, tal como ya hemos indicado más arriba. Y 2) hay que ir en contra de la cultura de la violencia, con todos los medios posibles, y a favor de la cultura de la paz. Hay que perseguir el cine violento, los videojuegos violentos, la presencia social de armas de fuego. Se hace necesario trabajar la cultura de la paz, promover todo tipo de iniciativas, no puntuales, sino habituales, que posibiliten la convivencia. El trabajo que en Europa han llevado a cabo los denominados cristianos pacifistas en los últimos treinta o cuarenta años ha sido extraordinario, y sus frutos se han notado enormemente. Los pacifistas promueven la cultura de la paz, el encuentro entre pueblos y entre grupos sociales, y la resolución de conflictos por la vía del diálogo. Asimismo, el asociacionismo es fundamental: la pertenencia a asociaciones que promuevan activamente valores humanos. Es importante que los jóvenes sientan que tienen una función en la sociedad. La violencia va ligada a la juventud, especialmente a la juventud masculina. El sistema ha convertido a los jóvenes en simples consumidores. Solo se espera de ellos que consuman cine, televisión, ropa, etc. Nada más. Cuando los necesitamos para trabajar, les pagamos una miseria porque son jóvenes y se conforman con cualquier cosa. Ellos solo buscan arañar un poco de dinero a la semana para no tener que depender de sus padres a la hora de comprarse los productos que les dan identidad social. La sociedad que no cuenta con sus jóvenes es una sociedad suicida. El problema reside en que vivimos unos tiempos en que valoramos los resultados rápidos en todos los dominios, lo cual es un grave error. En la vida, lo verdaderamente importante se hace siempre despacio: un embarazo, educar a un hijo, el crecimiento de un árbol, corregir un defecto, aprender a convivir en pareja, aprender un idioma. Lo importante requiere tiempo, porque el hombre es un ser esencialmente histórico, y por ello esencialmente temporal. La temporalidad es una dimensión humana nuclear. En la actualidad, tendemos a despreciar el factor tiempo: cuanto más cerca del cero, mejor. Si hoy empezamos a plantar semillas de paz, no veremos ningún resultado dentro de cuatro años, pero tendremos un país radicalmente distinto dentro de veinte o treinta años. 11. Conclusión Como hemos visto, el tema de la violencia es uno de los más espinosos que hay en el pensamiento social cristiano. El que intente coger la rosa de 111CINCO LECCIONES DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO la paz se pinchará con las espinas de la violencia. Es así. La Iglesia se ha movido una y otra vez entre estos dos polos: por un lado, la defensa acérrima de la paz, acompañada de una condena unívoca de la violencia; y por otro, el consentimiento de cierta violencia defensiva cuando esta se muestra como único camino posible para evitar una violencia todavía mayor. Creemos que teóricamente la postura de la Iglesia es correcta y humana. No obstante, el hecho de que no haya ningún juez mundial con autoridad reconocida por todos los agentes globales hace inviable esta teoría, redactada en el silencio de los tranquilos monasterios, pero alejada del combate político cotidiano. Una reforma de Naciones Unidas en la línea de una gobernabilidad democrática mundial es un objetivo importante, y hasta urgente, del siglo XXI. Este es un tema muy presente en la doctrina social de la Iglesia desde la Pacem in Terris de Juan XXIII, publicada en 1963. Pero esto será el objeto, quizás, de una futura lección. Nuestras cinco lecciones terminan aquí, con un breve epílogo.

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