miércoles, 12 de marzo de 2014

LA CONSTRUCCIÓN PERSONALISTA DE LO SOCIAL.

José Sols Lucia.

 1. Individuo en sociedad. 

El hombre es esencialmente individual y social. Lo ha sido siempre, hasta donde alcanzan nuestros estudios antropológicos, y lo será siempre, aunque sea arriesgado hacer afirmaciones acerca del futuro. Que el hombre sea esencialmente individual y social significa dos cosas: En primer lugar, significa que cada persona es un individuo distinto de todos los demás individuos de la especie, tanto del presente como del pasado, como del futuro. Nunca podremos decir de dos personas distintas que son el mismo individuo. Eso solo ocurre en los relatos de ciencia ficción. Las diferencias residen en tres órdenes: el orden del genotipo, el orden del fenotipo y el orden de la historia. a) El genotipo acoge toda la información genética recibida de nuestros ancestros directamente a través de nuestros padres biológicos. Solo hay dos excepciones: 1) la de los gemelos univitelinos, o también llamados monocigóticos, que, ellos sí, son genéticamente idénticos; y 2) la de los seres humanos clonados, en los cuales tampoco habría esta diferencia genética. b) Por su parte, el fenotipo abarca el modo en que un individuo se adapta al medio en el que le toca vivir. El fenotipo tiene un componente innato y otro adquirido. El componente innato está formado por los caracteres adquiridos genéticamente que se expresan de manera directa, como pueden ser el color de los ojos, el tipo de sexo, de piel o de pelo, entre otros elementos; mientras que el componente adquirido se modula de acuerdo al ambiente al cual el individuo se expone durante su desarrollo, cosa que no sucede con el genotipo. Por ello, un niño chino adoptado por una familia española se adaptará al medio climático es pañol, y no recogerá nada del medio chino (su fenotipo será distinto al que habría sido de haber crecido en China), mientras que su genotipo no recibirá ninguna alteración por el hecho de cambiar de continente. Por su parte, dos gemelos univitelinos, monocigóticos, serán idénticos en su genotipo, pero no en su fenotipo, dado que su adaptación al medio ambiente no será exactamente la misma (no olvidemos que la expresión de muchos genes depende de factores epigenéticos; la expresión genética tiene también un fuerte componente ambiental). c) Finalmente, la historia comprende la educación y los valores recibidos, la ética familiar y escolar, la religión, las fiestas, las lecturas, los estudios, y las mil opciones que una persona hace a lo largo de su vida. Es imposible entender al ser humano sin esta dimensión individual. Sin duda, la corriente filosófica que más ha defendido esta dimensión es el liberalismo (de finales del siglo XVIII en adelante), que sigue la tradición de la Modernidad, iniciada en el siglo XVI. En ella, el sujeto se desmarca de todo lo demás: yo soy yo; no soy ni mi Iglesia, ni mis padres, ni mis antepasados, ni mis compatriotas. Por ello, en el siglo XVI, todos los artistas firmaban sus obras, y todos los autores, sus libros, a diferencia de siglos anteriores, en los que a menudo el individuo quedaba diluido en categorías colectivas: un arquitecto, un pintor, un artesano. A esta primera dimensión del ser humano la denominamos unicidad, porque cada uno es único. Y en segundo lugar, la afirmación del carácter esencialmente sociable del hombre significa que este no existe si no es en sociedad, o sea, que no puede nacer, ni aprender a andar, ni aprender a hablar, ni aprender a seleccionar los alimentos que le convienen, si no es con la colaboración de otros. No nos quedemos solo en el estrato elemental de lo biológico: comer, andar, cobijarse. Vayamos más allá: un hombre necesita comunicarse, hablar, escuchar, dialogar, conocer, aprender, desarrollarse. Nada de esto se hace sin los demás. No hay hombre sin sociedad. A esta segunda dimensión del hombre la denominamos sociabilidad, porque todos necesitamos de la sociedad. La historia ha sido cruel con el ser humano. En casi todas las civilizaciones ha costado entender que el ser humano sea las dos cosas: individuo y miembro de una sociedad, no lo uno o lo otro. En casi todas las civilizaciones que nos han precedido se ha valorado tanto la cohesión social que se ha atentado gravemente contra el individuo. No importaba si uno era José, Rafael o Rodrigo; lo que importaba es que era un noble, un campesino, un caballero, un obispo, una mujer. No contaba el individuo, sino el grupo social al que pertenecía este individuo. Este grupo le daba relieve social al individuo, pero al mismo tiempo ahogaba su identidad. Con la Modernidad nos hemos ido al extremo opuesto, aunque no siempre. En la sociedad moderna occidental, a menudo lo más importante es el individuo, no su pertenencia a la sociedad. Un individuo que haya crecido en una familia y en un país de tradición católica puede rechazar tranquilamente la fe y la cultura católicas, dado que para él lo importante es su individualidad, no su pertenencia a un grupo social. Esto ha llevado a que muchos ciudadanos estén socialmente desvinculados, lo que puede comportar importantes problemas de soledad, que, si se suman a graves dificultades económicas, pueden conducirles a vivir en la calle: son los sin techo, los homeless. Ahora bien, hemos dicho «no siempre»: no siempre nos hemos ido al extremo opuesto en la Modernidad, esto es, al individualismo. También hoy encontramos formas de anular al individuo con ciertos modos de cohesión social: el socialismo de la Europa del Este todavía es muy reciente; pertenecer a ciertas grandes familias en algunos países; ser un inmigrante indocumentado; pertenecer a una determinada raza; pertenecer a un movimiento nacionalista. En todos estos casos, el colectivo en el que estamos, por propia decisión o por razones ajenas a nuestra voluntad, tiene mucha más importancia que el individuo en concreto. 

2. El concepto integrador de persona. 

El humanismo cristiano, tomando elementos de la cultura antigua griega y romana, y otros del judaísmo antiguo, ha desarrollado durante siglos el concepto de persona. El concepto de persona incluye tanto lo individual como lo social. Recoge la idea de que cada uno es único, pero también la idea de que solo es él en relación a los demás. La idea de persona proviene del latín, persona, y del griego, prosopon. El concepto latino de persona lleva la idea de sujeto de derechos. Es persona aquel que tiene derechos: derecho a la vida, derecho a la libertad de expresión, derecho a un juicio justo. No respetar estos derechos significa no tratar a una persona como tal, por lo que decimos que la tratamos inhumanamente. Por su parte, el concepto griego de prosopon significa un personaje en una obra de teatro. Así, Antígona es un personaje en una tragedia de Sófocles; y Edipo, otro personaje en otra obra del mismo autor. Cuando contemplamos la obra, vemos cómo el personaje actúa y evoluciona en una historia, en un contexto, en un grupo. Los hombres somos prosopoi, personajes, en esta obra que es la vida humana. Uno hace de presidente de los Estados Unidos y otro hace de estrella del fútbol. Todos somos un personaje en un grupo. Todos somos un individuo con un rol socialmente asignado.  El pensamiento social cristiano insiste en que somos personas, y en que cuando hablamos de temas sociales, económicos o políticos, estamos hablando de personas. Esto se olvida fácilmente: tendemos a hablar de los palestinos, los judíos, Hollywood, los inmigrantes hispanos, los chinos, los terroristas islámicos, el Ejército americano, los ciudadanos americanos, India, Japón, la Unión Europea, las prostitutas, el narcotráfico, los deportistas de élite, la colonia cubana de Florida. Tendemos a hablar de colectividades, dando por supuesto que en el seno de ese segmento social hay una enorme homogeneidad. Solo cuando conocemos bien por dentro alguna de esas colectividades, descubrimos que no se puede generalizar, que no se puede decir India, o los chinos, o lo que sea. En temas de sociedad utilizamos sistemáticamente conceptos colectivos. Es inevitable. No podemos hablar de la economía china nombrando cada vez a todos y cada uno de los 1 300 millones de chinos. Esto sería imposible. Pero al decir China no podemos obviar que estamos hablando de 1 300 millones de personas distintas. Y esto lo olvidamos sistemáticamente. El pensamiento social cristiano hace reiteradas llamadas a recuperar la persona concreta, cuya dignidad está muy por encima del colectivo al que pertenece. Cuando me preguntan si soy catalán o español, o ambas cosas, o si soy de este o aquel colectivo, siempre contesto: «Yo soy José Sols». Esta es mi identidad, una identidad que, obviamente, se construye en relación con diversas colectividades, pero que nunca se diluye en ninguna de ellas. El teólogo norteamericano Bernard V. Brady, hace una buena síntesis de la posición de la Iglesia católica en este punto: En un mundo marcado por el materialismo y por el declive del respeto hacia la vida humana, la Iglesia católica proclama que la vida humana es sagrada y que la dignidad de la persona humana es el fundamento de una visión moral de la sociedad. Nuestra creencia en la santidad de la vida humana y en la dignidad inherente a la persona humana es el fundamento de todos los principios de nuestra enseñanza social. En nuestra sociedad, la vida humana sufre un ataque directo a través del aborto y del suicidio asistido. El valor de la vida humana se ve amenazado por el uso cada vez más frecuente de la pena de muerte. La dignidad de la vida se debilita cuando la creación de la vida humana se reduce a la fabricación de un producto, como en la clonación o en ciertas propuestas para la ingeniería genética encaminadas a crear seres humanos «perfectos». Creemos que cada persona es sumamente valiosa, que las personas son más importantes que las cosas, y que la medida de cada institución reside en el hecho de si ella amenaza o, por el contrario, mejora la vida y la dignidad de la persona humana (Brady, 2008: 11). Fijémonos que, en primer lugar, Brady destaca que vivimos en un mundo donde abundan el materialismo y la falta de respeto por la vida humana. Materialismo significa que damos más importancia a las cosas que a las personas. Basta con echar una ojeada a nuestro alrededor para darnos cuenta de que andamos más preocupados por la casa, el coche, la ropa, el último aparato electrónico, las vacaciones, que por las personas que nos rodean. Solo en los funerales o en los fríos cristales de las UCI de los hospitales lamentamos con lágrimas haber dado más importancia a las cosas que a las personas. La falta de respeto por la vida humana a la que hace referencia Brady es algo palpable solo escuchando el informativo diario de radio o de televisión, o leyendo el periódico. El elevadísimo número de personas que vive en la pobreza en todo el mundo, ya sea extrema o relativa, y la gran cantidad de personas que vive bajo regímenes políticos que no respetan los derechos humanos, nos hace ver que hay una muy extendida falta de respeto por la vida humana. Brady hace también alusión a la falta de respeto por la vida humana que se da en el aborto legal, en el suicidio asistido, en la pena de muerte y en la manipulación genética. No cabe duda de que cada uno de estos temas requeriría muchas páginas de minucioso análisis, que ahora no vamos a hacer, pero quedémonos con el espíritu de su última frase, que resume muy bien el pensamiento católico, y cristiano en general, acerca de la persona: «Creemos que cada persona es sumamente valiosa, que las personas son más importantes que las cosas, y que la medida de cada institución reside en el hecho de si ella amenaza o, por el contrario, mejora la vida y la dignidad de la persona humana». Es una buena síntesis. Esta preocupación del pensamiento social cristiano por la persona hace que encontremos en muchos documentos de la doctrina social de la Iglesia la idea de dignidad de la persona humana. Así lo afirmó el concilio Vaticano II de manera clara y sencilla en la constitución Gaudium et Spes: «El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario» (GS, 26). En el pensamiento social cristiano, la persona tiene más importancia que las estructuras sociales, económicas o políticas. Cuidado, aquí no se está diciendo que lo individual sea más importante que lo social. En absoluto, lo que se está diciendo es que las estructuras deben estar al servicio de las personas, o sea, para darles vida, y no al revés: las personas no deben estar sometidas a las estructuras, sino las estructuras a las personas para darles vida a estas. El concilio argumenta bíblicamente con una famosa sentencia de Jesús de Nazaret: «El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (GS, 26). Recordemos que a Jesús se le criticó que consintiera que sus discípulos incumplieran la ley judía del sábado para alimentarse, y él contesto que el sábado, esto es la ley, o sea, cualquier construcción humana de tipo jurídico, económico o político, está al servicio del ser humano, y no al revés. El fundamento teológico de esta primacía de la persona en el pensamiento social cristiano reside en la idea de que el hombre es criatura de Dios y que ha sido creado a su imagen y semejanza (Gn 1,26-27). De todo el orden natural, solo el hombre recibe esta categoría de imagen y semejanza de Dios, lo que le otorga una supremacía indiscutible. Esto lleva a un dualismo filosófico, que ha sido denunciado por algunos ecologistas, y que aquí no desarrollaremos, aunque sí enunciaremos de forma muy breve. Si damos al hombre una dignidad que ningún otro elemento de la naturaleza tiene, entonces estamos dividiendo la naturaleza en dos grandes regiones: el ser humano y todo lo demás. No decimos que los elementos de ese todo lo demás sean idénticos entre sí: no es lo mismo un perro que una piedra. Pero sí afirmamos que en esta dualidad hay un abismo entre el hombre y el resto de la naturaleza. Durante siglos, este dualismo ha llevado a un desprecio popular por todo aquello que no sea humano, con lo cual se han maltratado animales, se han talado árboles sin miramientos, se han incendiado bosques de manera voluntaria (por ejemplo, para controlar mejor a los bandidos del campo), se ha tenido en las granjas los animales apiñados, con luz artificial para alterar el ciclo del día y así aumentar la productividad —es el caso de la producción de huevos de gallina—. Los ecologistas han protestado contra todo esto y han afirmado que la filosofía dualista cristiana está en el origen de este maltrato. No están exentos de razón, aunque solo parcialmente. Decimos solo parcialmente por dos razones: en primer lugar, la teología de la creación, con su famosa imagen del jardinero responsable del jardín que el Señor le ha encomendado, un jardín que no puede maltratar, sino que debe cuidar con esmero, es muy antigua, y además ha sido retomada en los últimos treinta años; en ella se ve claramente que el respeto a la creación está en la médula espinal de la fe judía y de la fe cristiana. Y en segundo lugar, el maltrato a la naturaleza se ha dado en muchas otras tradiciones religiosas que nada tienen que ver con el cristianismo ni con su dualismo filosófico. En la teología cristiana no solo se afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; también se dice que el hombre, a través de su libertad, camina hacia Dios, en quien encontrará su plenitud. Así lo expresaba el concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et Spes: «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS, 19). La idea de dignidad de la persona que encontramos en el pensamiento social cristiano está en la base de la  filosofía política de los derechos humanos, tal como veremos en la segunda lección de este curso. La idea de persona supera la falsa dicotomía individuo/sociedad. Decimos falsa porque falsa es la pregunta: ¿Qué es el hombre: individuo o miembro de un colectivo? Una pregunta mal planteada no tiene respuesta. Y esta es una pregunta mal planteada. El concepto de persona nos muestra que en el ser humano es tan esencial la unicidad como la sociabilidad. Más aún, que no hay unicidad sin sociabilidad, ni sociabilidad sin unicidad. Porque una persona carece de identidad si no es en sociedad; y una persona no es miembro de una sociedad si ella no es ella misma, distinta de todas las demás. No hablamos de sociedad de granos de arena, porque un grano de arena no se distingue de otro en nada esencial. En cambio, sí hablamos de sociedad de personas, donde cada persona aporta algo distinto al grupo, y al mismo tiempo tiene un espacio de comunicación con los demás, que sería imposible si la individualidad fuera infinita, o sea, si cada individuo constituyera una especie distinta. El problema reside en que el pensamiento humano es perezoso y tiende a la simplificación, y la simplificación lleva a la falsedad. El liberal que afirme los derechos del individuo, pero que al mismo tiempo se despreocupe de la falta de condiciones objetivas para que los pobres de la Tierra puedan ejercer esos derechos, no aportará verdad. El socialista que afirme los derechos de la clase trabajadora, pero que, para hacerlo, deba ejecutar o condenar a los gulags a los capitalistas y a los trabajadores que no comulgan con ruedas de molino, tampoco aportará verdad. El nacionalista que exalte la propia nación, pero que no reconozca el derecho a la existencia de otras sensibilidades nacionales, y que acuse de traidores a aquellos ciudadanos que no repitan su discurso nacionalista sin salirse de la partitura, estará también lejos de la verdad. No hay individuo sin sociedad. No hay sociedad sin individuos. La naturaleza humana presenta una dualidad indiscutible: varón/ mujer. Hasta aquí el hombre ha sido el eje de nuestro discurso. Lo hemos hecho en el sentido latino de homo y en el sentido griego de anthropos, esto es, en el sentido de ser humano. Ahora bien, la dualidad varón/ mujer es natural, biológica, evidente, más allá de algunos casos puntuales algo confusos. ¿Significa esto que hay una distinta dignidad para el varón que para la mujer? El cristianismo y el judaísmo se han desarrollado en una tradición cultural enormemente machista. El que no lo vea es ciego. Desde los primeros escritos del Antiguo Testamento —que datan de los reinados de David y de Salomón (hasta entonces la transmisión de la fe había sido solo oral), esto es, hace tres mil años— hasta hace muy poco, la sociedad ha dado un papel al varón muy distinto y muy superior al otorgado a la mujer. No obstante, y a pesar de haberse desarrollado esta fe en una cultura tan machista, resulta sorprendente cómo la antropología cristiana en general y el pensamiento social cristiano en particular afirman una y otra vez la igual dignidad de varón y mujer. Esta afirmación ya aparece en la teología de san Pablo, cuando el Apóstol afirma que en Jesucristo ya no hay hombre ni mujer (Gal 3,28), y recorre toda la tradición cristiana de veinte siglos hasta llegar a documentos recientes como el Catecismo de la Iglesia católica (1992): «Creando al hombre ‘varón y mujer’, Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer. El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal» (n.º 2334); o como el Compendio de la doctrina social de la Iglesia: «El hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor, no solo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el ‘nosotros’ de la pareja humana es imagen de Dios» (Pontificio Consejo «Justicia y Paz», 2005, n.º 111). No entraremos ahora en la última parte de esta cita, la que afirma que la relación varón/mujer es imagen de la esencia relacional de Dios. Nos quedaremos solo con la primera parte de la frase: «el hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor». Cómo casa esto con el hecho de que en la Iglesia católica las mujeres no tengan acceso a los ministerios ordenados (diácono, presbítero, obispo), y con el hecho de que no puedan participar en la votación para escoger a un nuevo papa, es un debate que supera el objeto de esta lección, pero que quizás podamos abordar algún día en otro curso. 

3. La filosofía personalista. 

No resulta difícil entender que los textos del pensamiento social cristiano acerca de la persona hayan entroncado fácilmente con la filosofía personalista, especialmente con el pensamiento del filósofo francés Jacques Maritain (1882-1973), afincado durante muchos años en los Estados Unidos. La filosofía de Maritain no es, ni mucho menos, la primera que ha puesto a la persona como centro del pensamiento. Necesitaríamos mucho tiempo para hacer un repaso histórico adecuado, y no lo haremos aquí, porque ello excede con mucho el objetivo de esta primera lección. Sí tenemos que decir que Maritain entronca conscientemente con la teología de santo Tomás de Aquino (siglo XIII), el gran sintetizador de la teología escolástica medieval. Maritain muestra que la teología de Tomás de Aquino está en la base de la moderna filosofía política de los derechos humanos, que analizaremos en la siguiente lección. Quedémonos ahora con Maritain. Tal como explica Brady (2008: 81), Maritain afirma que el ser humano es al mismo tiempo individuo y persona. Como individuo, es miembro de una sociedad; como persona, está abierto a lo trascendente, donde la experiencia de fe en Dios es posible. Para Maritain, la dimensión personal es la más profunda del ser humano, ya que va más allá de las sociedades concretas. La sociedad no nos otorga la dignidad humana, sino que nacemos con ella y la desarrollamos en sociedad. Nuestra dignidad humana está por encima de las sociedades temporales, y estas no tienen derecho a atentar contra ella, como desgraciadamente ha ocurrido muy a menudo. Los gobiernos no otorgan derechos a los individuos, sino que reconocen que los tienen. No cabe duda de que las encíclicas de los papas Pablo VI y Juan Pablo II estuvieron fuertemente marcadas por la idea de humanismo integral, nuclear en el pensamiento de Maritain. El humanismo integral desarrolla una concepción del ser humano que se aleja conscientemente tanto del individualismo liberal burgués como del colectivismo socialista. Reconoce la dignidad del ser humano, sus plenos derechos, y se abre al concepto de solidaridad cultural, social y económica entre personas, grupos y naciones, de manera que no se habla de la vocación de un solo individuo o de una clase social, sino de la vocación de la humanidad entera (cf. Maritain, 2001; Pablo VI, PP, 42; Juan Pablo II, SRS, 27-34). 

4. Otras corrientes de pensamiento. 

Sin duda, al hablar del concepto de persona en el pensamiento social cristiano, la filosofía personalista viene como anillo al dedo. No obstante, sería injusto quedarnos con la idea de que el personalismo es la única f ilosofía válida para entender el pensamiento social cristiano. A lo largo del siglo XX e inicios del XXI ha habido varias corrientes en ética —en el interior de lo que se denomina filosofía moral— que se alimentan de la tradición humanista cristiana, y que a la vez contribuyen a construirla. De hecho, algunas de ellas tienen sus raíces en siglos anteriores. Pondremos solo dos ejemplos, aunque hay otros. La teología de la liberación, con su consecuente rama filosófica denominada filosofía de la liberación, estudió a fondo la idea de que la persona humana se despliega históricamente en estructuras sociopolíticas y económicas. El derecho a alimentarse es un derecho humano de cada persona, pero el modo en que la comida llega del campo al estómago, en condiciones de salud y con un precio asumible por el consumidor, requiere de ciertas estructuras económicas. Estas estructuras no son un capítulo aparte en nuestra reflexión acerca de la persona, sino su condición de posibilidad. Hablar acerca de la persona haciendo caso omiso de la necesidad de estas estructuras es lo mismo que contar un cuento de hadas. Por supuesto, las estructuras no crean la dignidad humana, que es anterior a ellas, pero hacen posible su realización histórica. Especialmente interesantes son al respecto los estudios del pensador español, nacionalizado salvadoreño, Ignacio Ellacuría (cf. Ellacuría, 1990; 1993; Sols, 1999) y del argentino-mexicano Enrique Dussel (cf. Dussel, 2011). El segundo ejemplo lo tenemos en los estudios acerca de la ética civil, también denominada ética mínima, cuya principal representante es la filósofa española Adela Cortina. Partiendo de la idea del gran filósofo alemán de la Ilustración Immanuel Kant —finales del siglo XVIII— de que el hombre tiene que ser tratado siempre como un fin y nunca solo como un medio, e intentando poner en relación la tradición ética teleológica —según la cual, los hombres buscamos nuestra plenitud, y es bueno aquello que nos lleva hacia ella, y malo aquello que nos aleja de ella— y la tradición ética deontológica —según la cual, los hombres tenemos autonomía para darnos a nosotros mismos reglas de comportamiento práctico, que nos sentimos interiormente obligados a cumplir, como la citada frase de Kant—, Cortina afirma que, en el contexto de la actual sociedad cada vez más cultural y religiosamente plural, para defender la dignidad de la persona debemos encontrar unos valores morales comunes a todos los ciudadanos, a partir de los cuales construir una sana convivencia basada en la tolerancia activa y en los derechos humanos (cf. Cortina, 1992; 2007; 2010). Sin duda, tanto estos dos ejemplos como otros de igual importancia requerirían de mucho espacio para ser expuestos adecuadamente, pero aquí solo queríamos dejar constancia de que, aun siendo el personalismo la filosofía que mejor casa con el pensamiento social cristiano en el tema de la dignidad de la persona, no es en absoluto la única interesante para esta reflexión. 

5. Conclusión. 

El concepto de persona constituye la columna central del edificio del pensamiento social cristiano, dado que recoge tanto el carácter de unicidad del ser humano —cada individuo es único— como su carácter de sociabilidad —el ser humano se desarrolla en sociedad—. A lo largo de la historia ha resultado difícil la afirmación dialéctica individuo/sociedad: parecía que para afirmar lo uno —lo social— teníamos que negar lo otro —lo individual—, y viceversa, cuando en realidad no se da lo uno sin lo otro. Por ejemplo, en las sociedades anteriores a la Modernidad, el individuo quedaba diluido en el grupo social: un esclavo, un patricio, un señor, un noble, un obispo. Con el liberalismo, nos fuimos al extremo contrario: se afirmaron hasta la saciedad los derechos civiles, los derechos del individuo, dando por supuesto que si el individuo era cuidado, la sociedad saldría beneficiada. No fue así. El proletariado del siglo XIX fue maltratado hasta el extremo en las fábricas modernas. Por ello surgió el socialismo, que, de nuevo, se fue al extremo anterior: se protegió tanto la clase social que el individuo quedó completamente diluido; se acabó con la pobreza, pero el precio fue la pérdida de libertad. El personalismo, en cambio, desarrolla filosóficamente el concepto de persona que encontramos en el pensamiento social cristiano, sin que por ello debamos pensar que es la única filosofía contemporánea válida para la reflexión cristiana acerca de lo social.



















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