miércoles, 12 de marzo de 2014

EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES COMO MARCO DEL DERECHO DE PROPIEDAD

José Sols Lucia

1. El falso dogma cultural de la propiedad 

Pocos conceptos resultan tan dogmáticos como el de propiedad. Y no solo en nuestra cultura moderna occidental, sino también en otras culturas actuales, así como en la tradición occidental desde hace muchos siglos. Los ejemplos de este carácter dogmático son múltiples, sin duda, algunos demagógicos, aunque reales. Si nos paseamos por Texas y vemos un rancho de magnitudes descomunales, y a continuación, en la ciudad de Houston, vemos a un sin techo, un homeless, durmiendo al raso, nadie se cuestiona si es moral que una sola familia pueda tener una extensión de terreno cuyo límite no alcanza la vista, mientras que una persona no tiene ni treinta metros cuadrados de cobijo para vivir. Del mismo modo, nadie se cuestiona que una población tan pequeña como la de Canadá tenga una extensión de terreno enorme, mientras que en otros países como El Salvador o Bangladesh la población vive apiñada. Igualmente, no cuestionamos que un joven nigeriano de dieciocho años malviva en su país, sin oportunidad para realizar estudios superiores ni para llegar a ejercer una profesión verdaderamente interesante, mientras que otro joven de su misma edad, pero de otra familia y seguramente de otro país, tiene una cuenta corriente en dólares o en euros con ocho dígitos, por lo que puede pagarse los estudios en las mejores universidades privadas del mundo. Ni uno ha hecho nada para merecer tanta pobreza, ni el otro para merecer tanta riqueza. En todos estos casos, simplemente decimos: «Esta tierra pertenece a tal familia», «Este territorio pertenece a tal país», «La familia de este joven tiene tanto dinero». Y ya está. También resulta significativo el hecho de que, al hablar de propiedad, nos salga espontáneamente decir, como si de una sola palabra se tratase, propiedad privada. Parece que la propiedad solo pueda ser privada, que nos cueste imaginar otros tipos de propiedad. Pues resulta que hay muchos tipos de propiedad, y la privada solo es uno de ellos. De los tres ejemplos que hemos puesto, dos hacían referencia a una propiedad privada (el rancho de Texas y la cuenta bancaria del joven), y uno a una propiedad estatal (el territorio vasto de Canadá). Hay muchos tipos de propiedad: privada (la de una persona, de la cual se suele beneficiar su familia), cooperativa (como su nombre indica, la de una cooperativa de trabajadores), comunal (la de una comunidad de vecinos), municipal (la del gobierno de una ciudad), estatal (la de un país), entre otras, pero casi siempre el concepto de propiedad nos lleva espontáneamente, y erróneamente, al de propiedad privada, como si fueran uno y lo mismo. Y no lo son. 

2. El destino universal de los bienes como marco 

Aquí queremos saber cuál es la posición del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad, pero para ello antes tenemos que entender la idea de destino universal de los bienes, dado que esta idea constituye el marco semántico en el cual se puede entender la idea de propiedad. En la fe cristiana, destino universal de los bienes significa afirmar que toda la Tierra es para todos los hombres. En nuestra fe creemos que Dios nos ha otorgado la Tierra para que disfrutemos de ella y para que la cuidemos, pero nos la ha entregado toda a todos. Una vez afirmado esto, somos los hombres con nuestra autonomía los responsables de organizar esta misión, y aquí es donde entra en juego la economía, y aquí es donde entra en juego la propiedad. Pero ni la economía como sistema ni la propiedad como concepto tienen valor si no es en el marco del destino universal de los bienes. Pongamos un ejemplo. En una fiesta de cumpleaños hay treinta amigos. Cuando el homenajeado ya ha soplado las velas de la tarta de cumpleaños, se procede al reparto. La tarta se podría repartir en treinta trozos iguales, pero sería una pena, ya que, si lo hiciéramos, buena parte del pastel iría a parar a la basura, dado que algunos no querrían comer un trozo tan grande, y lo que quedase en sus platos no sería aprovechable porque ya lo habrían tocado, mientras que otros, más tragones, se quedarían con hambre. Por ello tiene más sentido hacer trozos de distinto tamaño, unos normales para los que tienen un hambre normal, otros diminutos para los que solo deseen probarla, y finalmente otros generosos para aquellos que tengan buen apetito. De esta manera lograremos que todo el mundo esté contento y que no se tire tarta a la basura. Ahora bien, que quede claro: este sistema solo será aceptable si al final del reparto todo  el mundo puede comer la cantidad de tarta que desee, o al menos, un trozo cercano a esa cantidad. Lo que no tiene sentido es que seis coman mucho más de lo que necesitan, mientras que veinticuatro comen poquísimo o nada, aun cuando desearían haber comido tanto como los seis primeros. Si esto ocurriera, el espíritu de la fiesta se iría al traste. Pues esto es lo que ocurre en nuestro mundo. La economía es un sistema que hemos diseñado para organizar la producción y distribución de bienes, sabiendo que no todos desean lo mismo ni en la misma cantidad —por ejemplo, a mí, personalmente, no me interesan los aparatos electrónicos de última generación, pero en cambio sí, y mucho, los libros de literatura o de ensayo, mientras que a otra persona le pasará justo lo contrario—, pero el resultado no es una humanidad satisfecha, sino un planeta de gordos y hambrientos (Sebastián, 2009), o sea, un mundo en el que mientras que unos están muy por encima de lo que necesitan para vivir dignamente, otros están muy por debajo. Y el fundamento que sostiene todo este sistema se denomina propiedad. 

3. La posición del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad 

La posición teórica del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad es nítida, simple y, no obstante, poco conocida, incluso en medios cristianos. Ahora bien, debemos decir que, a lo largo de estos veinte siglos de cristianismo, el posicionamiento práctico, tanto de la Iglesia católica como de otras Iglesias cristianas, se ha situado con demasiada frecuencia en zonas opuestas a lo afirmado teóricamente. Empecemos por lo teórico1. La posición teórica de la Iglesia acerca de la propiedad se puede sintetizar en dos puntos: 1) la propiedad es un derecho natural; 2) la propiedad tiene una función social. 

3.1. La propiedad es un derecho natural. Según el primer punto, la propiedad no es simplemente una costumbre social fáctica, sino un derecho, más aún, un derecho natural, o sea, anterior a las legislaciones que sobre el tema puedan hacer los Estados, un derecho vinculado al ser humano mismo. Esto significa, por ejemplo, que todos los bebés que nacen sin propiedades tienen derecho, por naturaleza, a ellas, se entiende, a las necesarias para vivir. Y si crecen sin tenerlas, entonces la humanidad atenta contra un derecho natural, lo cual es grave. 1. 2002a). Seguiremos aquí nuestro estudio «La propiedad: ¿derecho o blasfemia?» (Sols,)  Podemos presentar esta misma posición teórica de la Iglesia con el esquema histórico-teológico que sigue el papa Juan Pablo II en una de sus encíclica sociales, la Centesimus Annus, de 1991, con motivo del primer centenario de la primera gran encíclica social moderna, la Rerum Novarum de León XIII: El origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado el mundo y el hombre, y que ha dado a este la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos. Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Esta, por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana. Ahora bien, la tierra no da sus frutos sin una peculiar respuesta del hombre al don de Dios, es decir, sin el trabajo. Es mediante el trabajo como el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo, se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual. Obviamente le incumbe también la responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios, es más, debe cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra (CA, 31). Según este texto sintético de Juan Pablo II, conviene tener en cuenta cuatro puntos: 
  1. Desde la fe en el Dios de la Biblia, afirmamos que todo ha sido creado por él, y que él ha querido ponerlo todo bajo dominio del hombre (varón y mujer), para que este trabaje la tierra y goce de sus frutos. Todos los hombres tienen derecho a este dominio de la tierra, «sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno», afirma el papa. En este primer punto ya surge la idea de todos, del derecho de todos a dominar la tierra y a vivir de ella, lo que se suele denominar, como ya hemos indicado más arriba, el destino universal de los bienes. 
  2. El dominio que el hombre tiene sobre la tierra se realiza mediante el trabajo. El hombre no recibe el don de Dios pasivamente, sino activamente, y la acción es el trabajo. No es casualidad que en el pensamiento social cristiano el trabajo llegue antes que el capital, por lo que aquel tiene primacía sobre este. 
  3. El hombre se apropia tanto de la tierra que ha trabajado como de los frutos de su trabajo. Surge la propiedad a partir del trabajo, no de otro modo. La propiedad sin trabajo previo queda, así, puesta en cuestión. 
  4. La propiedad no es solo para beneficio del propietario, sino también para beneficio de la sociedad. Es la función social de la propiedad, que analizaremos enseguida. 

La Iglesia es, por tanto, contraria a las propiedades obtenidas sin esfuerzo —la riqueza de cuna— y a las propiedades que se acumulan sin beneficiar a los que no las poseen. No cabe duda de que la realidad histórica de la propiedad en el pasado y en nuestro mundo actual está a años luz de esta posición teórica de la Iglesia. Por ello, es comprensible el enfoque metódico de Ignacio Ellacuría, quien, en su estudio de 1976, «La historia del concepto de propiedad como principio de desideologización», no quiso empezar por los puntos teóricos acerca de la propiedad, sino por la realidad histórica de la propiedad, para lo cual se hacía necesaria una desideologización de este concepto, porque «el hombre no usa su facultad de conocer tan solo para determinar cómo son realmente las cosas, sino fundamentalmente para defenderse en la lucha por la vida» (Ellacuría, 1993: 588). El hombre no es lo que posee, pero para ser necesita poseer. En el desarrollo de su ser, el hombre necesita apropiarse de cosas, que le permiten desplegar sus facultades y lograr una cierta estabilidad. Imaginémonos, por un momento, que, al llegar a casa, alguien nos hubiera quitado todo lo que teníamos en ella, más aún, que nos hubiera quitado la casa misma; imaginémonos que esto nos pasara cada día. La vida sería imposible, agobiante, inestable, triste. Necesitamos tener. El tener forma parte del ser. El tener no es el ser, de acuerdo, pero es algo importante en el ser. Por ello, el pensamiento social cristiano afirma que la propiedad es un derecho natural. Forma parte de la esencia del hombre. No hay hombre sin propiedad. Las concreciones históricas del modo de propiedad pueden variar: no es lo mismo la propiedad comunitaria de las tribus primitivas que la propiedad individual típica de la Modernidad, pero siempre hay propiedad, siempre hay algo de propiedad individual y algo de propiedad comunitaria o social. Que nadie, en su deseo de ser un buen cristiano o un hombre altruista, se avergüence por sentir que desea tener cosas. El deseo de tener es natural. Hay cierta mentalidad moral que ve algo malo en el hecho de tener. Es un error. La propiedad es un derecho. Lo inmoral puede nacer en el segundo punto, que vamos a ver enseguida, el de la función social, pero no en el primero, el de la propiedad como derecho natural.  

3.2. La propiedad tiene una función social. El segundo punto de la posición del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad —la función social de la propiedad— muestra que no solo el propietario se puede beneficiar de sus posesiones, sino el conjunto de la sociedad a la que pertenece el propietario. Si alguien se enriquece, no solo él debe gozar de esa riqueza, sino la sociedad en la que él vive. Es inmoral afirmar lo siguiente: «Esto es mío, y me da igual que alguien lo necesite más que yo». Acabamos de decir que no hay inmoralidad en la idea de propiedad. Ahora debemos añadir que la sociedad tiene que salir beneficiada con la propiedad, con las propiedades de todos y cada uno de sus miembros. Retomando la imagen de la fiesta de cumpleaños: el resultado del reparto del pastel tiene que ser que los treinta participantes sientan que están en una fiesta. No puede ser de otro modo. Todo lo que no sea eso, será inmoral. Maticemos esta idea: todo lo que, fruto de la libertad, no sea eso, será inmoral. Aquí reside la inmoralidad en el tema de la propiedad: en el hecho de que, fruto de decisiones históricas libres, no todo el mundo goce de propiedad, no todo el mundo tenga al menos lo básico para una vida digna. Hasta aquí hemos expuesto sintéticamente la posición teórica del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad. El problema reside en que la Iglesia, tanto la católica como sus hermanas protestantes y ortodoxas, está formada por seres humanos, que experimentan tentaciones. Y una tentación histórica ha sido la de justificar teóricamente lo injusto de un mal reparto de la propiedad. ¿Cómo se ha hecho? Muy sencillo: afirmando que la propiedad es un derecho natural y obviando que tiene una función social. Es una media verdad: al ser solo media, entra en el terreno de la falsedad. Por todo ello, conviene que sigamos reflexionando acerca de este complejo tema de la propiedad. 

4. La realidad de la propiedad privada 

En un estudio que ya hemos citado, Ignacio Ellacuría afirmaba que «las ideologías dominantes viven de una falacia fundamental, la de dar como conceptos reales e históricos, como valores efectivos y operantes, como pautas de acción eficaces, unos conceptos o representaciones, unos valores y unas pautas de acción, que son abstractos y universales. Como abstractos y universales, son admitidos por todos; aprovechándose de ello, se subsumen realidades que, en su efectividad, histórica,  son la negación de lo que dicen ser» (Ellacuría, 1993: 591). En este esquema falaz, denunciado por Ellacuría, adoptamos una ingenuidad casi ilimitada: «La propiedad es un derecho natural», decimos; «Esta tierra es mía; aquí tengo las escrituras que lo prueban, luego tengo derecho a poseer esta tierra». Pensemos en nuestra casa, en nuestro coche, en nuestra cuenta corriente, en lo que hemos heredado de padres y abuelos, en nuestro pasaporte (que nos da derecho a multitud de cosas, que son negadas a los inmigrantes sin papeles), y veremos cómo estamos reproduciendo este esquema infantil a diario. Damos valor de realidad al concepto de propiedad, y a partir de ahí el discurso va de bajada, de conclusión en conclusión, siempre a nuestro favor, siempre a favor del propietario histórico. Los poderes que controlan el pensamiento —grupos mediáticos, partidos políticos, gobiernos— se ocupan de alimentar esta falacia, no solo con el concepto de propiedad, sino también con otros que utilizamos a diario con idéntica satisfacción acrítica: democracia, derechos humanos, lucha antiterrorista, seguridad nacional, libertad de expresión. Vivimos engañados, felizmente engañados, porque no hay sonrisa más amplia que la del ignorante. Ellacuría nos propone que en nuestra reflexión acerca de la propiedad no empecemos por el concepto, sino por su realidad histórica. En el mundo actual hay unas desigualdades económicas flagrantes, que no son fruto del trabajo, sino de la cuna en que se ha nacido. Si la Iglesia no denuncia más esta enorme injusticia, es por el hecho de que participa abiertamente en ella, a pesar de las protestas de muchos de sus fieles. ¿Hace falta recordar que 1 560 millones de personas —o sea, más de un treinta por ciento de la población mundial— viven en la pobreza multidimensional? (PNUD, 2013: 27). ¿Hace falta recordar que el patrimonio de las tres personas más ricas del mundo es equivalente al de los cuarenta países más pobres del mundo? En la inmensa mayoría de los casos, se tiene la riqueza que se obtuvo al nacer en una u otra cuna. El hijo de un rico nace, crece y muere rico; el hijo de un pobre nace, crece y muere pobre. Nadie discute el statu quo de las propiedades actuales: se consideran morales por el hecho de estar reconocidas en una ley, pero moral no es sinónimo de legal. Como veremos más adelante, los Padres de la Iglesia criticaron duramente esta realidad hace ya mil seiscientos años. 

5. La aceptación práctica de la Iglesia de esta realidad 

Durante veinte siglos, la Iglesia ha mantenido un difícil equilibrio entre su ser evangélico, profético, misionero, kerigmático, por un lado, y su condición de institución histórica en un marco social, por otro. Lo afirmamos de la Iglesia católica, aunque esto se haría extensible a otras Iglesias hermanas. Si tomamos su función kerigmática —o sea, de anuncio de la fe en la pascua del Señor—, observamos que la Iglesia acepta la propiedad siempre y cuando esta sea fruto del trabajo y beneficiosa para todos. En cambio, si tomamos el modo de funcionar de la Iglesia en tanto que institución histórica, vemos que con frecuencia se comporta como una institución social más entre otras, con el agravante de hacerlo en nombre de Dios. ¿Podemos imaginar la cantidad de pobres que, durante veinte siglos, habrán visto a eclesiásticos vivir en la opulencia, y habrán escuchado de sus bocas que aquello era así por voluntad de Dios? ¿Qué Dios bendeciría estas diferencias económicas? ¿Qué Dios consentiría que hubiera ricos y pobres, grandes propietarios y grandes desposeídos? ¿Qué Dios aceptaría que la propiedad proviniese de la cuna y no del trabajo? Ciertamente, no el Dios bíblico. En el tema de la propiedad, la Iglesia se ha situado demasiado a menudo en un terreno difícilmente justificable con el Evangelio en la mano. Que algunos cristianos, incluso muchos, hayan mantenido el espíritu profético —el obispo Pedro Casaldáliga, el cardenal Helder Câmara, el arzobispo Óscar Romero, el jesuita Ignacio Ellacuría, la madre Teresa de Calcuta y una multitud de cristianos anónimos—, y que los documentos eclesiales hayan repetido en numerosas ocasiones la teoría que ya hemos citado en palabras de Juan Pablo II, no nos impide constatar que la institución como tal ha pactado plenamente con un sistema económico injusto, contrario a la posición radical cristiana. Y no queremos hacer aquí una crítica fácil, pseudoprogresista, de la jerarquía eclesiástica. Hacemos una crítica dura al corazón de muchos cristianos, incluido el corazón de quien escribe estas líneas. Nadie —o casi nadie— está excluido de esta crítica. Ahondemos en la actitud de la Iglesia acerca de la propiedad a lo largo de su historia. Aunque no podamos presentar aquí un estudio exhaustivo, sí nos será posible resaltar algunos grandes momentos. 

6. El cristianismo y la propiedad 

En el cristianismo no hallamos ninguna propuesta de sistema económico concreto, pero sí se dan unos criterios que critican o apoyan determinados sistemas. Centrémonos ahora en la propiedad.  

6.1. Jesús de Nazaret y el cristianismo primitivo Los evangelios ponen en boca de Jesús numerosas palabras contra los ricos. Si hay ricos, es porque hay pobres. No hay riqueza sin pobreza. El término riqueza es dialéctico: significa una gran acumulación de bienes en comparación con las escasas posesiones de otras muchas personas; se aplica siempre a una minoría frente a una mayoría que carece de esa riqueza. Contra esto va Jesús: «Dejaos de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder, donde los ladrones abren boquetes y roban» (Mt 6,19); «Nadie puede estar al servicio de dos amos, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Cuando un hombre rico se acercó a Jesús preguntándole qué tenía que hacer para heredar la vida eterna, al mostrarle que ya cumplía con los mandamientos, Jesús le respondió: «Una cosa te falta: vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda, sígueme a mí» (Mc 10,21). Al ver cómo aquel hombre se retiraba afligido, Jesús sentenció: «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el reino de Dios» (Mc 10,25). No hay grietas en la posición de Jesús. No se puede acumular riquezas a costa de los demás, no se puede tener mucho (ricos) cuando otros no tienen lo necesario para la vida digna (pobres). Creer en Dios, y acoger la vida que él nos ofrece, supone acabar con las diferencias entre ricos y pobres. Las comunidades cristianas primitivas acogieron este espíritu de Jesús. Intentaban compartir tanto los bienes espirituales como los materiales. La comunión de bienes materiales preparaba a los miembros de la comunidad para la comunión de bienes espirituales. Esta, sin aquella, carece de sentido. Si comulgamos en misa, pero no compartimos nuestros bienes con el pobre, nuestra comunión no significa nada, no es comunión, sino solamente un rito litúrgico vacío. José Vives afirma que «la comunidad de bienes que atestiguan los documentos del cristianismo primitivo no procede de móviles puritanos, ni mira primariamente a la propia perfección del que cede sus bienes, sino que procede del sentido de una exigencia de igualdad en la participación de los dones que últimamente proceden de Dios, Padre común de todos por igual» (Vives, 1981: 178). Concretamente, Vives señala que «tres son los elementos esenciales del precepto de comunicación tal como lo leemos en los textos que poseemos [del cristianismo primitivo]: 1) el precepto propiamente tal: ‘Comunicarás todas las cosas con tu hermano’ (Didajé, Const. Apost.) o ‘con tu prójimo’ (Bernabé); 2) la motivación: ‘porque si comunicáis en los bienes imperecederos, cuánto más en los perecederos’; 3) una consecuencia: ‘no dirás que nada sea tuyo propio’» (Vives, 1981: 178). 

6.2. Los Padres de la Iglesia Los Padres de la Iglesia heredaron esta concepción cristiana de la propiedad: no tengas mucho cuando otros tienen poco; que todos se beneficien de tu poseer. A diferencia de las primeras comunidades, formadas por pequeñas islas en medio del océano cultural romano, los Padres ya viven el ascenso del cristianismo en el Imperio, y con él, la contradicción de no pocos cristianos, que viven en la opulencia a pesar de su fe en el Señor. De ahí que encontremos textos de gran dureza acerca de la propiedad y de la riqueza. Ya hemos visto algunos más arriba. San Juan Crisóstomo, nacido en Antioquía a mediados del siglo IV, y patriarca de Constantinopla desde el 397, fue un gran orador contra las riquezas de aquella magnífica ciudad, lo que le costó durísimas persecuciones. He aquí alguno de sus textos, que todavía tienen mucho que decir en nuestra actualidad: Enfermedad es del estómago retener y no distribuir los alimentos, pues con ello perjudica al cuerpo entero. Así, enfermedad o maldad es de los ricos retener para sí lo que tienen, pues eso es perdición suya y de los demás. El ojo a su vez recibe toda la luz; pero no la retiene para sí solo, sino que alumbra a todo el cuerpo. Y es que, mientras sea ojo, no pertenece a su naturaleza retener toda la luz. Las narices, por el mismo caso, perciben el buen olor; pero no lo retienen para sí solas, sino que lo mandan al cerebro y perfuman el estómago y recrean a todo el cuerpo. Los pies son los únicos que andan; pero no se trasladan a ellos, sino que se llevan consigo a todo el cuerpo. Así también vosotros. Cuanto fuere puesto en vuestras manos, no lo retengáis para vosotros solos, pues perjudicáis al bien común; pero, antes que a nadie, os perjudicáis a vosotros mismos (Juan Crisóstomo, Homilía X, 4, cit. en Sierra Bravo, 1967: n. 964). Del mismo modo que es insano retener los alimentos en el estómago, o del mismo modo que sería absurdo que la luz se quedara en el ojo y no llegara como información al cerebro, así la propiedad privada tiene una función social, tiene que ser beneficiosa para todos —para el bien común, dice el Crisóstomo—, y no solo para quien la posee. Y es que el tener no es malo en sí, sino que lo es cuando no beneficia a todos: Y hablo así, no porque la riqueza sea un pecado; no, el pecado está en no repartirla entre los pobres, en usar mal de ella. Nada de cuanto Dios ha hecho es malo; todo es bueno y muy bueno. Luego también las riquezas son buenas, a condición de que no dominen a quienes las poseen, a condición también de que remedien la pobreza (Juan Crisóstomo, Homilía XIII, 5, cit. en Sierra Bravo, 1967: n. 973). Esto no significa que uno deba desatender sus propias necesidades, sino que puede llegar a descubrir que el propio bien pasa por el bien del otro: Uno busca su propio interés si tiene en consideración el interés del prójimo, pues el bien del prójimo es nuestro propio bien (Juan Crisóstomo, Homilía XV, 3, cit. en Sierra Bravo, 1967: n. 872). No eran pocos los que contestaban a los Padres asegurando que no hacían daño a nadie al acumular riquezas. San Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia en el siglo IV, les replica con dureza: ¿A quién, dices, hago agravio reteniendo lo que es mío? ¿Y qué cosas, dime, son tuyas? ¿Las tomaste de alguna parte y te viniste con ellas a la vida? Es como si uno, por ocupar primero un asiento en un teatro, echara luego afuera a los que entran, haciendo cosa propia lo que está allí para uso común. Tales son los ricos. Por haberse apoderado primero de lo que es común, se lo apropian a título de ocupación primera. Si cada uno tomara lo que cubre su necesidad y dejara lo superfluo para los necesitados, nadie sería rico, pero nadie sería tampoco pobre. ¿No saliste desnudo del vientre de tu madre? ¿No has de volver igualmente desnudo al seno de la tierra? Ahora bien, lo que ahora tienes, ¿de dónde procede? Si respondes que del azar, eres impío, no reconociendo al Creador y no rindiendo gracias al que te lo ha dado. Mas si confiesas que todo te viene de Dios, dinos la razón por la que lo has recibido. ¿Acaso es Dios injusto por habernos repartido desigualmente los medios de vida? ¿Por qué tú eres rico y el otro pobre? ¿No es, absolutamente, para que tú recibas el galardón de tu bondad y buena administración, y el otro sea honrado con los grandes premios de la paciencia? Y tú, encerrándolo todo en los senos insaciables de tu avaricia, ¿no crees cometer agravio contra nadie, cuando a tantos y tantos defraudas? ¿Quién es avaro? El que no se contenta con las cosas necesarias. ¿Quién es ladrón? El que quita lo suyo a los otros. ¿Conque no eres tú avaro, no eres tú ladrón, cuando te apropias lo que recibiste a título de administración? ¿Conque hay que llamar ladrón al que desnuda al que va vestido, y habrá que dar otro nombre al que no viste a un desnudo si lo puede hacer? Del hambriento es el pan que tú retienes, del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas, del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En resolución, a tantos haces agravio, a cuantos puedes socorrer (Basilio de Cesarea, Homilía VII in famem I, cit. en Vives, 1981: 199-200). El espíritu pastoral de los Padres les hace utilizar imágenes que clarifican lo que quieren explicar. Al final, lo dicho se resume en pocas palabras: «a tantos haces agravio, a cuantos puedes socorrer». Otros se escudaban en que las riquezas acumuladas tenían como único objetivo poder comer y vestirse, y no tenían conciencia —o decían no tenerla— de acumular en demasía. San Basilio les contesta: [...] pero la verdad es que la mayor parte no pone tanto afán en adquirir riquezas por razón de la comida y vestido, sino que el diablo se ha dado buena traza para sugerir a los ricos infinitos pretextos para gastar, de modo que se busca lo inútil como necesario, y nada les basta para las necesidades que excogitan (Basilio de Cesarea, Homilía contra los ricos, 2, cit. en Sierra Bravo, 1967: n. 210). ¿Acaso no es esto una descripción del consumismo de nuestro siglo, redactada hace mil seiscientos años? San Ambrosio, obispo de Milán, denuncia incluso la violencia que los ricos ejercen contra los pobres, porque les molesta ver que estos puedan tener algo que ellos no tienen. Es la repetición de la historia bíblica de Nabot (1 Re 21), dice san Ambrosio: La historia de Nabot sucedió hace mucho tiempo, pero se renueva todos los días. ¿Qué rico no ambiciona continuamente lo ajeno? ¿Qué rico no trama arrojar al pobre de su pedazo de terruño y anular las lindes del campo que el miserable recibió de sus antepasados? ¿Qué rico se contenta con lo que tiene? No ha sido Nabot el único pobre asesinado: cada día un Nabot cae por los suelos; cada día algún pobre es asesinado (Ambrosio de Milán, De officiis ministrorum I, cit. en Vives, 1981: 210). Desgraciadamente, en nuestro mundo actual, cada día mueren de un modo u otro miles de Nabot, y no solo uno. Lo propio de los ricos, según san Ambrosio, no es tener lo necesario, sino quitar a los otros lo necesario para así poder acumular cosas inútiles. Frente a Cicerón, que había afirmado que la propiedad privada lo era por naturaleza con aquella famosa sentencia, «que las cosas comunes sean disfrutadas en común, las privadas como propias» («ut communibus pro communibus utatur, privatis ut suis») (Cicerón, De officiis I, cit. en Vives, 1981: 207), san Ambrosio matiza afirmando que «la naturaleza dio origen al derecho en común, la usurpación hizo el derecho privado» («natura ius commune generat, usurpatio ius fecit privatum»; san Ambrosio, De officiis ministrorum I, cit. en Vives, 1981: 208). Por tanto, la propiedad sería un derecho natural, pero la propiedad privada sería una concreción de ese derecho, que se podría discutir según culturas, civilizaciones y contextos históricos. Así sintetiza José Vives la novedad radical de la concepción patrística con respecto al derecho romano, de la que aún vive el mundo occidental: [...] esta novedad consiste en el rechazo de la doctrina del derecho romano que dictaminaba que cada uno podía usar simplemente privata ut propia —en el sentido de que «cada uno podía hacer de lo suyo lo que le viniera en gana»—, para decir que de alguna manera también privata sunt communia, es decir, que la privatización solo se justifica cuando y en tanto que real y efectivamente contribuye mejor al bien de todos (Vives, 1981: 212-213). Hoy vivimos sin complejos la idea de que cada uno puede tener tanta riqueza como le sea posible, siempre que no se salte las leyes y que pague los impuestos, y pensamos que puede hacer con ella lo que se le antoje. 

6.3. La escolástica. Nos detendremos poco en la escolástica medieval, porque poco añadió a lo dicho por los Padres, y además lo formuló con escaso espíritu profético. Santo Tomás retomó una de las ideas de los Padres: no poseemos las cosas, pues solo a Dios pertenecen, sino que las administramos, las usamos. Las cosas exteriores pueden considerarse de dos maneras: una, en cuanto a su naturaleza, la cual no está sometida a la potestad humana, sino solamente a la divina, a la que obedecen todos los seres; otra, en cuanto al uso de dichas cosas, y en este sentido tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas para él, puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres más imperfectos existen por los más perfectos. [...] Por eso el hombre tiene el dominio natural de esas cosas en cuanto al poder usar de ellas (ST II, c.66, a.1). Según santo Tomás, al igual que afirmaban los Padres de la Iglesia, el derecho de propiedad no es absoluto. Nadie tiene nada de manera absoluta e indiscutible, pues todo cuanto tenemos es un don de Dios, incluso lo producido con el esfuerzo de nuestro trabajo, pues nuestra capacidad constructiva es también un don. El que posee algo, lo tiene para usarlo, para administrarlo, para disfrutar de ello, para construir algo con ello, para hacer con ello un bien a los demás. Este es el sentido de la parábola evangélica de los talentos (Mt 25; Lc 19), en la que el señor premia a los siervos que han dado fruto con lo recibido y condena al siervo que no ha construido nada con la parte recibida. En cuanto a los bienes exteriores se refiere (podríamos decir: dinero y patrimonio), santo Tomás afirma que al hombre le competen dos cosas: en primer lugar, «la potestad de gestión y disposición de los mismos, y en cuanto a esto, es lícito que el hombre posea cosas propias», y en segundo lugar, «el uso de los mismos; y en cuanto a esto no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de estas en las necesidades de los demás» (ST II, c.66, a.2). Queda claro por qué santo Tomás no acepta que los hombres puedan tener las cosas como propias: todo es un don recibido de Dios para algo, por lo que se puede usar de ese don siempre y cuando se siga esa finalidad, pero la propiedad absoluta de todo sigue estando en manos de Dios. ¿Por qué santo Tomás ve con tan buenos ojos la propiedad? Por tres razones: «primero, porque cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo que es común a todos o a muchos [...]; segundo, porque se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus propios intereses [...]; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está contento con lo suyo» (ST II, c.66, a.2). 

6.4. La doctrina social de la Iglesia del último siglo Vayamos ya a la doctrina social de la Iglesia del siglo XX, aun cuando podríamos extraer algunos documentos interesantes de la escolástica tardía y de teólogos del siglo XIX. El tema de la propiedad ha sido abordado en numerosos documentos pontificios del siglo XX, y siempre en el mismo sentido: la propiedad es un derecho natural; la propiedad tiene una función social.
a) Los papas: la formulación teórica de la tradición cristiana. El papa León XIII retomó la tradición cristiana, que hemos visto sintéticamente, y estrenó la moderna doctrina social de la Iglesia con estas líneas acerca de la propiedad: 

«El que Dios haya dado la Tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede oponerse en modo alguno a la propiedad privada» (RN, 6), con lo que el derecho a la propiedad, incluso privada, queda afirmado dentro del plan divino. León XIII escribía esto contra los comunistas, contrarios al derecho de propiedad privada y defensores de la propiedad estatal de los bienes de producción, que ellos denominaban eufemísticamente «propiedad social de los medios de producción»2

Ahora bien, prosigue el papa, 
«a pesar de que [la propiedad de la tierra] se halle repartida entre los particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos producen» (RN, 6). 

Aquí tenemos la función social de la propiedad, que el papa sostiene contra los capitalistas, acérrimos defensores de la propiedad privada como derecho absoluto, más aún, defensores del actual orden de cosas, o sea, de la propiedad histórica. ¿Qué ocurre con los que nacen y crecen sin propiedad alguna? Según León XIII,
 «los que carecen de propiedad, la suplen con el trabajo; de modo que cabe afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el trabajo, el cual, rendido en el fondo propio o en un oficio mecánico, recibe, finalmente, como merced no otra cosa que los múltiples frutos de la tierra o algo que se cambia por ellos» (RN, 6). 

Las encíclicas papales han ido repitiendo estas ideas una y otra vez, aunque con acentos distintos. El papa Pío XI dejó claro en la Quadragesimo Anno (1931) que la Iglesia, cuarenta años después de la encíclica social de León XIII, seguía afirmando la doble dimensión, individual y social, de la propiedad: 

[...] debe tenerse por cierto y probado que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado bajo la dirección y magisterio de la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble carácter del derecho de propiedad llamado social e individual, según se refiera a los individuos o mire al bien común, sino que siempre han afirmado unánimemente que por la naturaleza o por el Creador mismo se ha conferido al hombre el derecho de dominio privado, tanto para que los individuos puedan atender a sus necesidades propias y a las de su familia, cuanto para que, por medio de esta institución, los medios que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin (QA, 45). 

La misma línea siguió el papa Pío XII en el Radiomensaje de Pentecostés del año 1941, en el 50.º aniversario de la Rerum Novarum: 
"Todo hombre, en cuanto ser vivo dotado de razón, tiene, por su misma naturaleza, el derecho fundamental a usar de los bienes materiales de la Tierra, aunque se haya dejado a la voluntad humana y a las formas jurídicas de los pueblos regular con mayor detalle la realización práctica de este derecho. Pero bajo ningún concepto puede suprimirse este derecho individual, ni siquiera en virtud de otros derechos ciertos y reconocidos. Dado que el orden natural procede de Dios, requiere también la propiedad privada y la libertad de comercio recíproco de los bienes mediante intercambios y donaciones, así como la función reguladora de los poderes públicos sobre estas dos instituciones. Pero todo ello está subordinado al fin natural de los bienes materiales y no puede ejercitarse independientemente del derecho primario y fundamental que concede su uso a todos, sino que más bien debe servir para hacer posible su realización de conformidad con este fin (Pío XII, 1941: 13)". 

b) El concilio Vaticano II y el despertar del Tercer Mundo El concilio Vaticano II (1962-1965) da algunos pasos más en relación con documentos eclesiales anteriores del mismo siglo. Los padres conciliares son conscientes del despertar del Tercer Mundo (la Conferencia de Bandung, Indonesia, momento simbólico de la toma de conciencia de los países del Sur, había tenido lugar en 1955) y conocen la situación de pobreza, y hasta de miseria, de cientos de millones de seres humanos, todos ellos con derecho teórico de propiedad, pero que en la práctica no tenían nada porque se les había quitado lo que poseían, o se les había quitado a sus padres antes de que ellos nacieran. Después de repetir lo que ya sabemos acerca de la doble dimensión individual y social de la propiedad, el concilio afirma que «las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más», por lo que todo cuanto afirma la Iglesia acerca de la propiedad debe ampliarse también a «los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional», y debe tenerse en cuenta que la propiedad no es solo privada, sino que también puede ser pública: 

[...] el derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública existentes. La afectación de bienes a la propiedad pública solo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común (GS, 71). 

El hecho de que la autoridad pública tenga el deber, según la Iglesia, de vigilar que la propiedad privada no se convierta en un abuso, esto es, que no se atente contra su dimensión social, lleva al concilio a hablar de la necesidad de cambios en el actual (des)orden de cosas: 

En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras que la mayor parte de la población carece de tierras o posee solo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social y política (GS, 71). 

La Iglesia se ha situado, por fin, después de siglos de intervenciones puntuales proféticas de sus miembros, apenas recogidas en documentos oficiales, en el plano de la realidad histórica, aquel por el que había que empezar a reflexionar, según Ellacuría. En cuanto la Iglesia se sitúa en este plano, la consecuencia es lógica y radical: la transformación de la realidad. 
Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer (GS, 71). 

Ahora ya no se trata de formular por enésima vez el derecho de propiedad, sino de apuntar a la necesidad de cambios en la estructura económica histórica. La reforma estructural es necesaria, la crítica del sistema es ya abierta, incluso el camino hacia la revolución, en caso de que la reforma pacífica no sea posible, está ya apuntado, aunque no citado directamente. El propio concilio habla del derecho a la expropiación, cuando así sea necesario para recuperar el sentido primigenio del derecho de propiedad, que lo es para todos, y no solo para una élite afortunada: 
En este caso [el caso del reparto de tierras insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer] deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular, los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuenta todo el conjunto de las circunstancias (GS, 71). 

De ningún modo forzamos el texto conciliar al hablar de revolución: a quienes promovieron en América Latina «el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer» (GS, 71), a pesar de la oposición de las grandes oligarquías, que tenían el apoyo de los ejércitos nacionales, a su vez asesorados por la Administración norteamericana, se les tachó de «comunistas», «subversivos», «revolucionarios», cuando no hicieron más que poner en práctica la invitación profética del concilio. Simplemente quisieron ser cristianos en la realidad histórica de América Latina. Desarrollaremos este punto en nuestra quinta lección. 

El profesor Ildefonso Camacho muestra que a lo largo del siglo XX ha habido una evolución en la postura de la doctrina social de la Iglesia acerca de la propiedad, no siempre fácilmente perceptible. En esta continua remodelación, tal como él la denomina, vemos un trabajo por encontrar un equilibrio entre las tesis clásicas cristianas y el pensamiento económico moderno. Veamos cómo sintetiza Camacho esta evolución: 

En el largo siglo que nos separa de este primer documento social [Rerum Novarum, León XIII, 1891] podemos asistir a una continua remodelación de la doctrina sobre la propiedad, que puede interpretarse como una vuelta a las intuiciones más clásicas de la tradición cristiana sobre el valor de los bienes materiales (donde ocupa un puesto central el destino universal de los bienes de la Tierra), pero también a una adaptación de esta doctrina antigua a las nuevas condiciones de la economía moderna (donde los bienes materiales son, no meramente objeto de posesión, sino ante todo bienes productivos). Tres etapas podrían distinguirse en esta evolución. La primera va matizando y corrigiendo el derecho de propiedad con la función social de la propiedad: ya lo hizo, aunque tímidamente, León XIII; lo harán más decididamente Pío XI y Pío XII. La segunda afirma ya sin ambages la prioridad del destino universal de los bienes, que es la única razón que justifica la propiedad privada, así como el criterio para legitimarla en cada caso: algunos textos de Pío XII son el precedente inmediato de Gaudium et Spes, donde esta doctrina aparece perfectamente sistematizada y expresada en términos más acordes con las condiciones de la economía moderna. En la tercera etapa, Juan Pablo II subraya con fuerza (Laborem Exercens) la subordinación de los bienes materiales (el capital productivo) al trabajo humano, hasta llegar a admitir que dicha función lo mismo puede ser realizada por la propiedad privada que por la pública: porque lo decisivo es que, sea cual sea el sistema de propiedad, esta esté al servicio de la persona humana (Camacho, 2000: 73-74). 

Como se puede observar, aun habiendo una coherencia doctrinal indiscutible, a lo largo de todo el siglo XX, la doctrina social de la Iglesia va enmarcando cada vez más explícitamente el concepto de propiedad dentro de la tesis del destino universal de los bienes, hasta llegar al punto de subordinarla completamente al servicio del hombre. Como decíamos más arriba, la propiedad no es un fin, sino un medio, aun cuando esté en el orden de los derechos naturales. 

7. La propiedad pública y el principio de subsidiariedad 

Más arriba hemos afirmado que no existe solamente la propiedad privada; también existen otras formas de propiedad, como la pública, por ejemplo. Volvamos ahora sobre este punto. La propiedad pública es aquella que detenta la sociedad como tal, habitualmente representada por el Estado. Por ejemplo, el territorio de un país, más allá de la propiedad privada concreta de esta familia o de aquella otra, pertenece al Estado que es soberano de aquel país. Ese Estado redacta las leyes que rigen la vida en aquel territorio, incluido el tema de la propiedad. La posición del pensamiento social cristiano acerca de la propiedad pública sigue dos principios que volveremos a ver en la cuarta lección cuando hablemos de capitalismo y de socialismo: el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad. En el principio de solidaridad se considera que el Estado tiene derecho a tener propiedades a fin de proteger a sus ciudadanos, especialmente a los grupos más desfavorecidos. En el principio de subsidiariedad se afirma que el Estado solo puede tener propiedades en la medida en que ello ayude a la sociedad, y debe dejar de tenerlas en la medida en que esas propiedades públicas dificulten la vida social. Ya León XIII quiso situar esta posición intermedia entre la dictadura del mercado —capitalismo— y la dictadura del Estado —socialismo— al defender que el Estado puede y debe intervenir en asuntos económicos en determinados casos, pero no siempre (cf. RN, 23-25). Esta corriente siguió presente en otros documentos como Quadragesimo Anno (QA 78-80; 105-110), Mater et Magistra (MM, 51-58; 116-118), Gaudium et Spes (GS, 70-71), Populorum Progressio (PP, 23-24; 33-34), Laborem Exercens (LE, 14), Sollicitudo Rei Socialis (SRS, 15) y Centesimus Annus (CA, 15; 48). 

8. Ambigüedad práctica 

Como decíamos más arriba, la Iglesia ha mantenido un ambiguo papel dual en el tema de la propiedad a lo largo de los siglos. Su formulación teórica, ya lo hemos visto, ha sido valiente y constante, pero su implicación histórica en los procesos de cambio ha sido escasa. La misma Iglesia que afirmaba principios revolucionarios como el de la función social de la propiedad ha llegado a condenar al silencio a cristianos que pretendían poner en práctica esos principios a través de la denuncia de la estructura económica y política que los hacía inviables. La propiedad es un derecho natural, según la Iglesia, porque es el modo en que el ser humano desarrolla su actividad creativa y transformadora. El hombre se apropia de lo que necesita para trabajar, para actuar, para llevar a cabo la vida que Dios le ofrece. Pero se puede apropiar de ello solo en la medida en que lo necesite para actuar y trabajar. No vale la infinita acumulación de bienes sin más objeto que la ambición egoísta incontrolada, por mucho que esté avalada por la legalidad. No vale acumular lo innecesario cuando a otros muchos les falta lo necesario. La propiedad es un derecho, sí, pero no un derecho absoluto, pues lo absoluto de este derecho solo lo detenta el Creador de todo, Dios, no el hombre, su criatura. Para este, la propiedad solo es un derecho relativo, esto es, subordinado a la finalidad para la cual recibió ese don. El orden actualmente vigente en el mundo, fruto en buena medida del triunfo del imperialismo político y económico, se presenta bajo capa de libre mercado, cuando en realidad no es más que libertad total para los intereses económicos de las grandes corporaciones y de las grandes potencias. Tanto los Estados Unidos como la Unión Europea están protegiendo sus productos agrícolas contra la competencia leal de los mismos productos procedentes de otros continentes, lo cual atenta contra el supuesto libre mercado, en el que ningún Estado debería intervenir (cf. Sebastián, 1999). 

Jean-Yves Calvez, en su libro, Les silences de la doctrine sociale catholique (cf. Calvez, 1999), denunció una carencia importante de la posición eclesial: 

La Iglesia ha advertido acerca de algunas modalidades de propiedad y de capitalismo, pero, en cambio, prácticamente nunca ha tomado posición acerca del capitalismo mismo, entendiendo, por supuesto, que este no se define solo por el uso del capital, cosa que encontramos en toda economía moderna, ni tampoco solo por el reconocimiento del derecho de propiedad en una sociedad, sino por algo mucho más específico: hay capitalismo allí donde el capital, o bien los medios de producción, están en manos de pocas personas, mientras que la inmensa mayoría de hombres solo puede aportar su trabajo al proceso de producción. Esta situación, aun acompañada por un punto de vista, una ideología «economista» o materialista, de reducción del trabajo a simple mercancía, o de liberalismo extremo, contiene [...] por sí misma un gran peligro de injusticia y de división social. En consecuencia, ¿no habría que trabajar para superar esta situación? Esta es la pregunta que plantearse de manera indispensable... Incluso más de cien años después de fracasos en la búsqueda de soluciones, parece que esta pregunta tiene que ser retomada seriamente de cara al futuro (Calvez, 1999: 69-70). 

9. Recuperar el sentido de la posición de la Iglesia 

Por ello, hay que recuperar hoy la posición teórica de la Iglesia acerca de la propiedad, de la propiedad en general, y no solo de la privada. Hay que profundizar en ella, tal como afirma Calvez, yendo hasta el análisis de la estructura misma del capitalismo, y no quedándose solo en la observación de ciertas desviaciones inaceptables, pero puntuales al fin. Hay que ser conscientes de que hoy se acoge solamente uno de los dos puntos de la posición cristiana acerca de la propiedad, y solo para justificar el statu quo: la propiedad como derecho natural; pero nos olvidamos de que ese derecho natural lo tienen los siete mil millones de personas que componen la humanidad actual, y nos olvidamos igualmente del segundo punto, sin el cual el primero es simple egoísmo: la función social de la propiedad. Todos tienen el derecho a poseer lo necesario para vivir; todos tienen derecho al trabajo; y toda propiedad es aceptable solo en la medida en que repercuta beneficiosamente tanto en el propietario como en los demás miembros de la sociedad. 

10. La propiedad como medio, el bien común de todos como fin 

La propiedad no es un fin, sino un medio. En algunas sociedades, esta idea ha sido respetada en la práctica, pero ciertamente no en la sociedad capitalista occidental, ni tampoco en la actual globalización. La propiedad ha pasado a ser un fin, y cuando en problemáticas sociales, estructurales, elevamos un medio a la categoría de fin, entonces todas las aberraciones son posibles, como, por ejemplo, la actual desigualdad mundial, con ricos que no lograrán gastar su fortuna ni viviendo veinte veces, y con pobres que cuando se levantan por la mañana no están seguros de si al mediodía podrán comer. Un fin es aquel punto de un proceso humano tras el cual ya no hay nada más. Un medio es aquel punto de un proceso humano que nos permite avanzar en la buena dirección. Cuando afirmamos que la propiedad es un medio, estamos diciendo que no es el final de ningún camino, sino un momento de la existencia humana que nos permite acceder al bienestar y a la felicidad, que sí podrían estar en el orden de lo último. La propiedad es el fruto de un acuerdo social por el cual nos repartimos el patrimonio de la Tierra de manera que todos vivamos dignamente. Ahora bien, el fin es el destino universal de los bienes: toda la Tierra es para todos. Nada ni nadie queda excluido del reparto. Si el fruto del sistema de propiedad vigente durante varios siglos es la pobreza de cientos de millones de personas, entonces la conclusión es que hay que repensar globalmente ese sistema. No tiene ningún sentido afirmar que defendemos la Declaración Universal de Derechos Humanos y al mismo tiempo aceptar como inevitable que la desigualdad en la propiedad sea descomunal hasta el punto de que más de un tercio de la población mundial sufra pobreza multidimensional, tal como ya hemos señalado más arriba. 

11. Conclusión 

El pensamiento social cristiano defiende desde antiguo que la propiedad es un derecho natural. La necesidad de apropiarse de cosas es un rasgo antropológico indiscutible, presente en cualquier cultura y en cualquier civilización. Las concreciones pueden variar según el tiempo y el espacio, pero siempre encontramos la propiedad como un rasgo esencial de la vida humana. La propiedad es el medio por el cual el hombre hace suya la Tierra que ha recibido de Dios en la creación. Antes que una fragmentación de la realidad, la propiedad es una misión, que consiste en la responsabilidad que el hombre tiene de hacer del planeta un mundo habitable en justicia y en libertad. Solo en un segundo momento llega la fragmentación, el reparto, la idea de que esto es mío y aquello es tuyo. La fragmentación de la propiedad es moralmente legítima, incluida la diferencia de nivel de vida que se podrá producir en la práctica. No tendría sentido decir que puede haber propiedad, pero no desigualdad, dado que esta procede de aquella. Ahora bien, el pensamiento social cristiano siempre ha defendido que la propiedad no solo es un derecho natural, sino que también tiene una función social, lo que significa que toda la sociedad debe beneficiarse de algún modo de la propiedad. Dicho de otro modo, lo verdaderamente dogmático no es la propiedad —que solo es un medio—, sino el destino universal de los bienes, esto es, la afirmación de que toda la Tierra es para todos. La propiedad es un medio para alcanzar un fin. No es un fin. Por ello, si el sistema de propiedad genera grandes desigualdades, o si desposee a una parte de la población, entonces deja de ser medio y pasa a ser destrucción del camino de la humanidad. La propiedad es un derecho natural, pero no un derecho absoluto, sino inscrito en el bien del hombre en sociedad, en el bien común. Mucho más realista era, sin duda, el planteamiento de Ellacuría: no partamos del concepto de propiedad, sino de su realidad histórica concreta.

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